El sentido de la palabra vida, no solo se limita a esa capacidad de procreación, sin duda alguna, también hace referencia a las relaciones interpersonales diarias y cotidianas en las cuales transcurren nuestros días. Dar vida, significa impregnar de nuestra presencia a la otra persona, no por estar siempre junto a ella, sino por hacer de los momentos compartidos algo significativo, es la experiencia de hacer al ser amado, una persona feliz, que ya con eso, cuando verdaderamente amamos, nos hace felices a nosotros mismos.

Nuestras relaciones se nutren precisamente del amor, que es a su vez la razón misma de toda vocación, por lo que su expresión y su vivencia son necesarios para toda sana relación matrimonial y de familia, aparece en forma de alegría, como una capacidad de gozar que nos permite encontrar gusto en realidades variadas, incluso en etapas de la vida en donde el placer se apaga.

Nosotros somos hijos de nuestro tiempo diría Ortega y Gasset, vivimos en una sociedad desechable, que produce innumerables cosas, mismas que tira al basurero, cuando ya no realizan adecuadamente su función. Vivimos de meras apariencias, de buenas vistas, pero cuando esto termina simplemente lo cambiamos por algo a nuestro gusto. Así, en nuestras relaciones, cada vez más inestables, encontramos jóvenes parejas que no saben lo que quieren y apenas saben porque están juntos, pero que pasando la efervescencia de su amor, cuando empiezan los problemas, los retos, el sacrificio, el esfuerzo, simplemente se rinden y tiran la toalla. Para dar vida, se necesita del amor, pero el amor trae consigo a veces el dolor y el sufrimiento.

Me viene a la mente, la imagen de una pareja de ancianos, de esos que siguen juntos y se aman, que están a pie de cañón por su pareja, cuantas cosas no han vivido,  cuanto esfuerzo, no para tolerarse, sino para mantener la llama de su amor encendida, y es que para llegar a las bodas de oro, se requiere tener la camiseta bien puesta, alimentar el amor como si fuera una fogata, colocando leños para seguirlo avivando.

La vida en una relación implica estar atentos, alertas a los detalles de cada día, y este mismo lenguaje nos evoca a la belleza. Cuando nosotros nos encontramos con una obra sea arquitectónica, pintura o cualquier otra forma de expresión nos atrae e invita a contemplarla, a captar sus detalles, sus formas y figuras, de manera que nos deleitamos contemplándola.

En la vida familiar el número 127 de Amoris Laetitia nos habla de la belleza que va más allá de una simple apariencia, de la caratula de lo exterior, de aquella que ha ido a la profundidad de la persona, que conoce sus aristas, sus formas, y que por esa razón se ama, se valora, se trata de la caridad que nos conduce a captar y valorar a quien ha decidido compartir su vida en un mismo proyecto. Cuando dos jóvenes se conocen, en un primer momento son atraídos por la belleza física de cada uno, sin embargo, al madurar su relación, descubren que el valor y la belleza del otro se encuentra en su interior, a través de la ternura manifiesta en la escucha, la comprensión, el apoyo incondicional, que rompe y libera del deseo de la posesión egoísta, pues el amor se vive al compartirse, al darse.

Los mismos sueños en la familia, tienen que ver con nuestras relaciones, con aquellas personas a quienes amamos, a quienes hacemos parte de las metas, de las luchas, la esposa, el esposo, los hijos. ¿Podríamos preguntarnos que tan significativos son los momentos de convivencia? ¿qué tan profunda es nuestra comunicación? ¿qué tanto busco estar y disfrutar de mi familia? ¿qué es lo que les deseo hoy? ¿qué busco para ellos? ¿qué tanto les conozco? ¿hasta que punto les acompaño e impulso para el cumplimiento de sus sueños?

La vocación sea cual sea, tiene un indicador que cumple dos funciones, por un lado, nos ayuda a discernir si hemos tomado la elección correcta, es decir, lo que hago, con mi estilo de vida me hace feliz, me hace experimentar pleno, realizado y por el otro, a manera de finalidad todas las personas queremos, anhelamos, deseamos ser felices.

La vocación en cualquier estado de vida es al servicio. Éste debe ser movido por el amor que es su motor, pero como una acción generadora, en la cual nos permite sentirnos amados, crea un espacio de desarrollo integral para cada miembro, se vuelve una plataforma que proyecte el crecimiento biológico, psicológico, social, y espiritual. Cuando se aprende a amar algo o alguien, se ama porque se le conoce, se le valora.

La convivencia familiar, tiene vida cuando se sabe captar y valorar a cada miembro, descubrir la belleza en cada uno, en la misma relación, en la aceptación de los defectos, y esa capacidad de amarlos con esos mismos defectos, expresado en palabras de Amoris Laetitia “el amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal que existe más allá de mis necesidades.

Ciertamente, tienen que surgir momentos difíciles dentro de las familias, nadie está exento de los problemas en la vida, en que la incomprensión, las dudas, las dificultades económicas, la divergencia en las formas de pensar, el querer imponer o dominar sobre el otro hagan nuestro caminar pesado, triste y hasta sombrío. Puede tocar a la puerta ese deseo de encerrarse uno mismo con sus problemas, de experimentarnos más fuertes y dominadores para con el otro, ejercer incluso la violencia, esto está por demás decirlo no nos hace felices, más bien nos llena de dolor, frustración, inseguridad, rabia, nos hace experimentarnos insatisfechos e incompletos, pues no vivimos en el amor.

Tres palabras no pueden hacer falta en la vida familiar, resalta el Papa en el número 133 de Amoris Laetitia permiso, gracias y perdón. Estas, cuando las vivimos en familia nos ayudan a involucrar a los demás miembros, hacerlos parte importante de nuestros proyectos, nos brindan seguridad, nos dan la confianza, nos educan en la verdad. Nos facilitan la experiencia de la valoración, de vislumbrar el tesoro colocado en cada persona, por ello, agradecemos al Señor, pero también nos reivindica en el camino cuando hemos fallado, cuando nuestro actuar tiende a destruir los lazos que debiésemos construir, cuando la tendencia al egoísmo ataca y deseamos pensar solamente en nosotros mismos.

Conocer nuestra familia, valorarla con sus defectos, con sus virtudes, mirarla como un proyecto en el cual Dios quiere santificarnos, nos descubre un hermoso tesoro, un regalo de parte del Creador. Bien dice el Evangelio, quién ha encontrado un tesoro va y vende todo para comprarlo, por lo que, podríamos aplicarlo a la vida familiar, quién a conocido el valor de su familia, luchará por cuidarlo, conservarlo, pues ha descubierto que en su matrimonio, Dios sigue haciendo fecunda su relación, Dios sigue dando vida en la experiencia de sentirnos padres e hijos amados, importantes, diferentes unos de otros, con una potencialidad de enriquecer a los demás.

Encontrar a Dios en nuestra familia es descubrir el tesoro al cual vale la pena apostarle la vida entera.