Reflexión

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Las lecturas de la misa de hoy nos presentan a Jonás y a los apóstoles que responden con presteza a la llamada del Señor, desprendiéndose de los bienes materiales.

En el pasaje del Evangelio encontramos la llamada que Jesús hace a Pedro, Andrés, a Santiago y a Juan.

Los cuatro apóstoles que llama el Señor en este pasaje eran pescadores, y Jesús los encuentra trabajando, pescando o arreglando las redes.

Al recibir el llamado, estos hombres, al instante, dejaron todo para seguir al Señor. Ellos nos dan una lección de la prontitud y disposición con que debemos acudir cuando Dios cada vez que Él nos llama.

Para estos apóstoles, las redes lo eran todos, pues eran el instrumento de su trabajo y de su sustento diario. Sin embargo, no dudaron ni un momento. Dejaron las redes y siguieron al Señor.

Para seguir a Cristo es necesario que no exista en nosotros un apegamiento por los bienes materiales y por los valores del mundo. Nuestro primer impedimento a acudir al llamado del Señor suele ser un excesivo amor a nosotros mismos, una exagerada preocupación por la salud, el futuro, las riquezas materiales. Cuando tenemos el corazón repleto de los bienes de la tierra, no queda lugar para Dios.

El Señor nos pide a todos los cristianos, en el estado a que nos ha llamado, un desprendimiento efectivo de nosotros mismos, … de lo que tenemos y de lo que usamos. Con frecuencia nuestro corazón tiene la tendencia a apegarse desordenadamente a las cosas y ellas nos impiden poner al Señor en el centro de nuestras vidas.

El Concilio Vaticano II nos advierte al respecto, diciéndonos: «Vigilen todos para ordenar rectamente sus afectos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad».

El desasimiento que nos pide Cristo no es un desprecio absoluto a los bienes materiales, que son buenos si se adquieren y utilizan conforme a la voluntad de Dios y siguiendo las enseñanzas de Jesús: «Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se les dará por añadidura». Pero esta enseñanza no es compatible con un corazón dividido, que busca compartir el amor a Dios con el amor a los bienes, a la comodidad y al aburguesamiento, porque muy pronto termina desalojando a Dios del corazón y cayendo prisionero de los bienes de la tierra, que ahí sí se convierten en males.

A la tendencia natural que todos tenemos por el apegamiento, se une la carrera desenfrenada por la posesión cada vez mayor de bienes, y el permanente aumento del disfrute y la comodidad que nos dan los medios materiales, como si fuera la meta más importante en nuestras vidas. Este es el modo de vida que parece extenderse cada vez más en nuestras sociedades, que, con un comportamiento individualista, se olvidan absolutamente de toda acción solidaria para los necesitados. En muchos lugares se observa una clara ambición, no al legítimo confort, sino al lujo, a no privarse de nada placentero. Y esta es una gran presión a la que con mucha frecuencia contribuyen los medios de comunicación y económicos, en la que no debemos caer si queremos de verdad mantenernos libres de ataduras para seguir a Cristo.

La abundancia y los placeres que nos dan los bienes materiales nunca darán la felicidad al mundo. El corazón humano solo puede encontrar en el amor a Dios y al prójimo, la plenitud para la que fue creado.

El desprendimiento efectivo de los bienes supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta es poco real. El Señor nos pide un cambio radical de actitud frente a los bienes de la tierra: que los tengamos y los usemos, no como si fueran un fin, sino como un medio para servir a Dios, a nuestras familias y a nuestro prójimo. El fin del cristiano no es tener cada vez más, sino amar más y más a Cristo y a nuestros hermanos a través de los medios que el Señor pone a nuestra disposición. El ejemplo de vida de las primeras comunidades cristianas que vivían una constante preocupación por las necesidades ajenas debe estar hoy vigente en nuestro medio. Jamás podemos mirar con indiferencia las necesidades de los demás. Es necesario poner los medios para contribuir generosamente a solucionar las carencias de los necesitados. Unas veces, con una ayuda económica, otras, cediendo nuestro tiempo y nuestro trabajo en alguna labor.

La generosidad hacia nuestro prójimo ha sido siempre una manifestación del desprendimiento real de los bienes y del espíritu de pobreza evangélica.

El Señor, como a los apóstoles, nos ha invitado a seguirle, a cada uno en sus condiciones particulares. Y para responder a esa llamada debemos vivir desprendidos y desapegados de los bienes. Debemos ser generosos con todas las cosas que tenemos y usamos.

Vamos a pedirle hoy al Señor que, a ejemplo de los apóstoles, no permitamos nunca que los bienes de la tierra constituyan un impedimento para acudir sin demoras a su llamado.