Redacción: Presbítero Alfredo García

En la primera lectura del libro de los Reyes, se muestra a Elías que era el único profeta de Dios que se había librado de la muerte a manos de Jezabel, la esposa del rey de Israel, que adoraba a Baal, Dios de los cananeos.

Elías debió escapar por las amenazas de muerte, tiene miedo y huye. Cansado, muestra su desaliento, quiere abandonarlo todo, pero el Señor llega en su auxilio y lo alimenta.

La tradición cristiana ha tomado esta imagen del pan que da fuerza y vida para seguir andando, como figura de la Eucaristía. Jesús mismo, se identifica en el Evangelio de hoy con ese Pan que da la Vida.

Hoy también hay mucha gente, a la que como a Elías le gana el desaliento. No es fácil anunciar la Palabra de Dios y denunciar la injusticia. El hombre se expone, y puede tener miedo, pero nunca debe olvidar que Dios no abandona a sus hijos. La Eucaristía nos da el alimento, la fuerza necesaria para cumplir con nuestra misión.

El Evangelio nos relata, cómo en Cafarnaún, sucede algo parecido a lo que sucedió en Nazaret. Los judíos protestan porque Jesús, siendo hombre, enseña «con pretensiones divinas».

La «piedra del escándalo», es «la humanidad» de Jesús.

Ellos no pueden concebir que Dios se haya revelado a través de la «humanidad» de un hombre a quienes ellos conocen perfectamente.

No pueden entender que el mediador entre el gran Dios y ellos, pequeños hombres, sea alguien a quien conocen y que no tiene ninguno de los atributos de grandeza, ni tan siquiera los que por ellos eran considerados grandes humanamente.

Nuestro problema hoy es el mismo: buscamos al Redentor según un modelo divino y Jesús se nos presenta como un «modelo», humano.

Mientras Dios se hace hombre, «valorando» al ser humano, nosotros buscamos a Dios en otra parte.

Nosotros, igual que los judíos de la época de Jesús, nos empecinamos en buscar a Dios a imagen y semejanza de nuestro concepto de grandeza y de poder, sin darnos cuenta que Él se manifiesta en lo que mejor conocemos: nuestra propia humanidad, nuestra comunidad, nuestra gente, nuestra historia real y concreta.

¡Cuánto tiempo usamos los hombres en preguntarnos por Dios!, ¿Cómo es?, ¿qué hace?, ¿qué piensa?, cuando en realidad, deberíamos aprender a ser hombres verdaderos, porque el hombre verdadero se asemeja a Dios.

Hoy podemos proponernos, valorar la comunidad que nos rodea, porque es en esta comunidad en la que Dios se nos está revelando permanentemente, pero silenciosamente.

Debemos aprender a amar y a crear vínculos de amor con los demás, porque donde hay amor está Dios, donde hay amor, podemos descubrir a Dios.