Redacción: Presbítero Alfredo García

En el libro de los Proverbios que leemos en la primera lectura aparece la invitación que Dios hace a los hombres desde siempre: Venid a comer mi pan y a beber el vino, prefigurando así la Eucaristía en la que Cristo se nos da como alimento.

En el evangelio, el Evangelista San Juan recoge la promesa de la institución de la Eucaristía en la Ultima Cena. Jesús nos dice que su pan es pan de vida, y que quien lo come vivirá eternamente.

Jesús les dice a los judíos que el pan que les dará es su carne. Los judíos entienden perfectamente estas palabras, pero no creen que ellas puedan ser ciertas. Por eso le preguntan cómo un hombre puede dar de comer su carne. Y Jesús insiste en su afirmación, confirmando que lo que dice no tiene un sentido figurado ni es algo simbólico. Jesús está verdaderamente presente, en cuerpo y alma, en la eucaristía.

Jesús, por amor se quedó con nosotros en la tierra, bajo las especies de pan y de vino, para que lo recibamos en la comunión.

El Señor nos insiste con gran fuerza en la necesidad de recibirlo en la Eucaristía, para que crezca en nosotros la vida de la gracia: «Les aseguro que si no comen mi carne y no beben mi sangre, no tendrán Vida en ustedes».

Así como ningún padre se contenta con dar solamente la vida a sus hijos, sino que además los alimenta y les da los medios para que crezcan, así también Jesús nos da en la Comunión el alimento para nuestras almas, nos aumenta la gracia y nos regala la vida eterna. Por eso la Iglesia nos enseña la necesidad de recibir el sacramento de la comunión con frecuencia

Hay una leyenda de un monje que en su simplicidad pidió a la Virgen poder contemplar a Dios en el Cielo, aunque fuera por un instante. María acogió su deseo y fue trasladado al paraíso. Cuando regresó no reconocía a ninguno de los otros monjes del monasterio. Su oración había durado tres siglos.

Así también se explican los dos mil años en que Jesús nos lleva esperando en la Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos -limitados, egoístas, inconstantes- pero con la capacidad de descubrir su infinito amor, y de entregarnos a Él por enteros.

La decisión de acercarnos a comulgar en cada misa, nos queda a nosotros. Jesús nos está esperando siempre.

Por amor, y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó en la Eucaristía. San Juan nos lo relata con estas palabras: «Como había amado Jesús a los suyos que vivían en el mundo los amó hasta el fin.»

Jesús se esconde en la Comunión de cada misa para que nos animemos a tratarlo. Para ser alimento nuestro con el fin de que nos hagamos una sola cosa con El. Al decirnos, «sin mí nada pueden hacer», no nos condenó a una difícil búsqueda de su Persona, sin saber dónde encontrarlo. Se quedó entre nosotros en la Eucaristía con una disponibilidad total.

Cuando comemos cualquier alimento, una manzana, por ejemplo, la manzana se hace parte de nuestro cuerpo. Cuando recibimos a Jesús en cada comunión, somos nosotros los que nos asemejamos más a Dios, nos hacemos parte del Señor y participamos de su vida divina.

Jesús nos dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él». El efecto más importante de la Sagrada Eucaristía es la unión íntima con Jesús.