El Papa Francisco comenzó, el miércoles 5 de diciembre en la Audiencia General, una nueva serie de catequesis, centrado en el Padre Nuestro.

Los evangelios nos presentan retratos muy vivos de Jesús como un hombre de oración. Jesús oraba. A pesar de la urgencia de su misión y el apremio de tantas gentes que lo reclamaban, Jesús siente la necesidad de apartarse en soledad y orar. El Evangelio de San Marcos nos cuenta este detalle desde la primera página del ministerio público de Jesús: “Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí comenzó a orar” (Mc 1, 35).

La jornada inaugural de Jesús en Cafarnaúm concluyó de manera triunfal. Al atardecer multitud de enfermos llegaron a la puerta donde Jesús se quedó: el Mesías predica y sana. Se cumplen las antiguas profecías y las expectativas de tantas personas que sufren: Jesús es el Dios cercano, el Dios que libera. Pero la multitud es todavía pequeña en comparación con muchas otras multitudes que se reunirán alrededor del profeta de Nazaret; a veces se trata de reuniones oceánicas, y Jesús está en el centro de todo, es esperado por la gente, es la esperanza de Israel. Él se desvincula; no se deja hostigar por las esperas de quien lo ve como un líder. Es un peligro de un líder estar demasiado cerca de la gente y no tomar distancia, Jesús sin embargo lo hace. Desde la primera noche de Cafarnaúm, demuestra ser un Mesías original.

En la última parte de la noche, cuando se anuncia el amanecer, los discípulos todavía lo buscan, pero no lograron encontrarlo. ¿Dónde está? Hasta que, por fin, Pedro lo encuentra en un lugar aislado, completamente concentrado en la oración y le dice: “Todos te buscan” (Mc 1, 37). La exclamación parece ser la cláusula puesta sobre un éxito plebiscitario, la prueba del buen fin de una misión.

Pero Jesús dice a los suyos que debe ir más allá; que no son las gentes las que lo deben buscar a él, sino que es él, el que busca a la gente. Por lo tanto, no debe echar raíces, y permanece como un peregrino, es un peregrino. Y también peregrino hacia el Padre, orando, rezando. En camino de oración Jesús reza y todo acontece en una noche de oración.

En alguna página de la Escritura parece ser ante todo la oración de Jesús, su intimidad con el Padre, es la que gobierna todo. Lo será sobre todo en la noche de Getsemaní. La última parte del camino de Jesús, en absoluto, el más difícil entre aquellos que hasta el momento había realizado, parece encontrar su sentido en la continua escucha que Jesús hace al Padre. Una oración ciertamente no fácil, de hecho, una verdadera agonía, e incluso una oración capaz de sostener el camino de la cruz.

Jesús oraba intensamente en los actos públicos, compartiendo la liturgia de su pueblo, pero también buscaba lugares apartados, separados del torbellino del mundo, lugares que permitieran descender en el secreto de su alma: es el profeta que conoce las piedras del desierto y sube a lo alto de los montes. Las últimas palabras de Jesús, antes de expirar en la cruz, son palabras de salmos, es decir de la oración de los judíos: rezaba con las oraciones que su madre le había enseñado.

Jesús rezaba como reza cada hombre en el mundo. Y, en su modo de orar había también un misterio encerrado, algo que seguramente no se ha visto a los ojos de sus discípulos, aunque en los evangelios encontramos esa súplica de sencilla e inmediata: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Tenían el deseo, la necesidad de aprender cómo se hace esto: Señor enséñanos a orar.

Y Jesús no lo rechaza, no es celoso de su intimidad con el Padre, sino que ha venido para introducirnos en esta relación con el Padre Y así se convierte en maestro de oración de sus discípulos, como seguramente quiere serlo para todos nosotros. Nosotros también deberíamos decir: “Señor enséñame a orar”.

¡Aunque hayamos rezando durante tantos años, siempre debemos aprender más! La oración del hombre, este anhelo que nace de forma tan natural desde su alma, es quizás uno de los misterios del universo. Y no sabemos si las oraciones que dirigimos a Dios sean en realidad aquellas que Él quiere escuchar.

La Biblia también nos da testimonio de oraciones inoportunas, que al final son rechazadas por Dios: basta recordar la parábola del fariseo y el publicano. Solo este último, regresa a casa del templo justificado, porque el fariseo era orgulloso y le gustaba que la gente lo viera rezar y fingía rezar pero su corazón estaba frío. Y dice Jesús: éste no está justificado “porque el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido” (Lc 18, 14).

¿Cuál es la mejor actitud para rezar?

El primer paso para rezar es ser humildes, ir al Padre y decir: Papá. Ir a la Virgen y decir, mírame soy un pecador, soy débil, soy malo, cada uno sabe que decirle. Pero siempre se debe comenzar con la humildad y el Señor escucha. La oración humilde es escuchada por el Señor.

Lo más hermoso y justo que todos tenemos que hacer es repetir la invocación de los discípulos: ¡Maestro, enséñanos a rezar! Todos podemos ir más allá y rezar mejor; pero pedírselo al Señor. Señor, enséñame a rezar. Hagámoslo en este tiempo de Adviento y Él ciertamente no dejará que nuestra invocación caiga en el vacío.