XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

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Como a discípulos que somos, Dios nos quiere enseñar a través de la Sabiduría del AT y de Jesús en el NT. La Sabiduría nos dice: “Los razonamientos (humanos) pueden equivocarse, porque un cuerpo corruptible hace pesada el alma y el barro de que estamos hechos entorpece el entendimiento.”

Esto significa que el instinto terrenal enseñorea nuestros pensamientos; enardece nuestra voluntad y hace prevalecer en nosotros los malos sentimientos. Más que, como espíritus, obramos como hombres carnales. Por eso con mucha dificultad descubrimos lo que hay en el cielo y nos interesa muy poco descubrir los designios de Dios. Y no es el Espíritu Santo el que nos mueve sino los asuntos temporales. Nos conducimos, pues, por caminos que no le agradan a Dios. No oímos a la Sabiduría que salva y perecemos como el común de los mortales: sin Dios en la boca ni en el corazón. Esto nos dice la Sabiduría del AT, a cada uno de nosotros. Ahora bien… ¿Qué tan importante es Dios para nosotros? ¿Cuáles son nuestros más íntimos razonamientos?

Por su parte el Maestro Jesús, hoy, nos enseña a sus discípulos: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.” Reclama mucho el seguirlo. Exige como Dios, todo o nada. Antepone el amor puro de padre a hijos y deja en un segundo plano los lazos entre padres e hijos, y entre hermanos. Incluso el amor a nosotros mismos. Esto pide el verdadero Dios que no inventamos nosotros los hombres. Y pide más: cargar su cruz y seguirlo. No hay, pues, amor sin cruz. El amor a Dios duele porque hay que seguir el camino del Calvario. El amor que Jesús propone exige renuncia al mejor amor de la tierra por el mejor amor del cielo. La cruz trastorna el amor y se vuelve bienaventuranza, motivo de alegría. ¿Lo cree Usted y así lo vive?

Este es, pues, el camino al cielo por donde transitan todos los crucificados por amor. Hay que cargar, igual, la cruz del celibato como la del matrimonio y, ni los casados ni los consagrados, hemos de dejar tirada la cruz de la fidelidad. Hay que cargar cada uno con la cruz de nuestras enfermedades y de nuestra edad. Hay que llevar la cruz de la pobreza (a superar) como la de la riqueza (para compartir). Hay que abrazarnos a la cruz de nuestro cuerpo rebelde que siempre lucha contra nuestro flaco espíritu. Este es el verdadero cálculo que, a veces no prevemos, y que debemos hacer de nuestra vida, de aquí hasta la eternidad. ¿En qué invertiremos la vida que nos resta?