Reflexión

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1948

Queridos hermanos y hermanas: Un reino dividido no puede subsistir. Si una persona está dividida en sí misma no puede salir adelante y no puede subsistir; si en una familia cada quien quiere realizar lo suyo independientemente, esa familia está dividida y no puede subsistir.

He visto esta división en muchos lugares. Veamos un partido de fútbol: si el portero hace lo que le da la gana, no ganarán; si los delanteros van por su lado, la defensa está cansada y el director técnico está enojado con todos, ese equipo es un verdadero desastre.

Pues bien, pasa lo mismo con la vida interior, el ser humano vive desgarrado cuando está dividido. Verdaderamente, cuando la persona está dividida, no encuentra la unidad interior que requiere y por ello no puede vivir feliz. La persona dice una cosa y hace otra, es un verdadero desastre.

Quiero decirles que la felicidad plena en la vida se encuentra en Jesucristo, y en hacer siempre aquello que Él quiere de cada uno de nosotros. Por lo tanto hay que ser hombres de una sola pieza para no destruirnos al igual que el reino dividido.

El Evangelio de hoy dice: Si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir.

Por ello, un trabajo arduo que tenemos que realizar es buscar la unidad interior y personal, no encontrarnos fragmentados para no autodestruirnos. Hemos de comprender que en nuestra familia cada quien realizamos tareas diversas pero complementarias, todos luchamos por la unidad y por el bien de quienes la integran.

Cristo era un hombre de una sola pieza, en Él había una unidad interior, su actuar no se contradecía. Por ello, cuando mencionan que está poseído por el demonio y que expulsa a los demonios en nombre de Belcebú mienten y están blasfemando contra el Espíritu Santo. Aquel que obra el bien y la verdad, no puede estar poseído por el demonio, ni echa a los demonios fuera en el nombre de Belcebú y por ello, es un pecado contra el Espíritu Santo que es imperdonable por la cerrazón que poseen las personas. Ven en Jesucristo lo opuesto a lo que realiza en la vida, siendo un hombre que obra el bien y la verdad, ahora dicen que está poseído, trasforman todo lo bueno que realiza en algo negativo y por ello están imposibilitados para ver la salvación, la presencia del Espíritu Santo.

Quiero decirles que así como la persona está dividida, una iglesia dividida, una familia dividida, no pueden subsistir. El pecado, particularmente aquel que hiere la caridad, causa división. Los primeros cristianos nos dieron ejemplo clarísimo de cómo vivir la unidad. Ellos superaron las barreras sociales, económicas y culturales. Rezaban por los demás y se animaban unos a otros a perseverar en la fe en Jesucristo. Por ello, debo esforzarme por vivir la caridad. Es decir, que todas mis palabras y acciones sean para construir la caridad y con ello la comunidad.

Todos nosotros estamos llamados a vivir la espiritualidad de la comunión, evitando cualquier división. El gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las profundas esperanzas del mundo, es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión.

Todos estamos llamados a vivir en comunión, la comunión es un elemento constitutivo de nuestra identidad cristiana, no es optativo, secundario o periférico. Por ello, ante la tentación, muy presente en la cultura actual, de ser cristianos sin Iglesia y ante las nuevas búsquedas de espiritualidad, no olvidemos que el documento de Aparecida menciona que “no hay discipulado sin comunión”.

La experiencia fundante del discípulo tiene su origen en la comunión con Dios y su consecuencia será la comunión con el hermano, si no hay comunión con Dios y con el hermano, toda la obra de la evangelización es superficial e infecunda.

Recordemos lo que dice el documento de Aparecida: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y con ello, una orientación decisiva”.

La carta apostólica Novo Millennio Ineunte menciona que “antes de programar iniciativas pastorales concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades”.

Estamos llamados a promover y vivir la espiritualidad de la comunión que significa relación íntima y profunda con Dios, con la Santísima Trinidad que habita en nosotros, dejándonos conducir por las mociones del Espíritu.

Espiritualidad de la comunión es compartir juntos el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía, porque allí, el Espíritu fortalece la identidad del discípulo.

Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, si es parte de mi cuerpo, lo veo entonces como «uno que me pertenece». Implica entonces, saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Por ello, debemos estar atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles, promotores de la cultura de la solidaridad y llenos de misericordia.

La espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. Valorar los carismas fundacionales de las congregaciones religiosas y de los institutos seculares, sin olvidar que su vida y su misión deben estar insertas en la Iglesia particular. Guardando con todos un amor filial y un respeto genuino.

Espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Gal. 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.

Se trata de una comunión que incluye el perdón como una forma original de hacer la historia: no ya unos contra otros, no los unos sin los otros, sino una Iglesia en donde todo el mundo ha de ser acogido, aceptado y valorado de un modo incondicional como Dios hace con nosotros. Es luchar porque todos seamos uno para que el mundo pueda creer.
Quiero decirles que la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, esta espiritualidad lleva a vivir en el amor, solidaridad, caridad y unidad, recordemos que la Iglesia crece no por proselitismo sino por atracción. La Iglesia atrae cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó. (cf. Rm. 12, 4-13; Jn. 13, 34).

Para terminar esta homilía dominical los invito a recordar que es limitado el número de los católicos que llegan a nuestra celebración dominical; es inmenso el número de los alejados, así como el de los que no conocen a Dios. Por ello, concreticemos en signos solidarios nuestro compromiso social con la imaginación de la caridad, con iniciativas renovadas y comprometedoras. No olvidemos que la Iglesia no puede ser ajena a los grandes sufrimientos que vive la mayoría de nuestra gente y que, con mucha frecuencia, son pobrezas escondidas.

Sabemos bien que allí donde imperan la miseria y la desigualdad, allí crecerá siempre el rencor y la tentación de caminos equivocados para el desarrollo personal y social.
Finalmente recordemos que si no hay comunión con Dios y con el hermano, toda la obra de la evangelización es superficial e infecunda. Incentivemos por ello a todas nuestras comunidades parroquiales a renovarse y ser verdaderas casas y escuelas de la comunión, donde se vive el amor, la solidaridad, la unidad y la caridad que nos legó nuestro Señor Jesucristo. Así sea.