Queridos hermanos y hermanas: La narración del Evangelio de este domingo, describe la deficiencia comunicativa de un hombre sordo y tartamudo. No oye y apenas puede hablar. Jesús ve su situación y quiere entrar en comunicación con él, conocerlo, descubrir sus deseos más profundos. Por eso lo lleva aparte. Y con gestos y signos incisivos le indica lo que le quiere hacer: le introduce los dedos en los oídos para reabrir los canales de comunicación, le unge la lengua con saliva para que recobre el habla. Son signos corporales que nos pueden parecer burdos.

Pero, ¿cómo comunicarse de otra manera con aquel que está encerrado en su propio mundo?, ¿cómo expresarle amor, si está bloqueado y endurecido en sí mismo? Solo con un gesto físico. Por ello, a estos signos, Jesús añade la mirada hacia lo alto y un suspiro que indica su compasión ante el dolor del otro. Finalmente viene la palabra en tono de orden ¡Effetá! Que quiere decir ¡Ábrete!

Lo que sucede a continuación del mandato de Jesús es descrito como apertura, «se le abrieron los oídos»; es descrito como soltura «se le soltó la traba de la lengua» y es descrito como recuperación de la comunicación «empezó a hablar sin dificultad».

Las barreras de la comunicación han caído, todos estaban asombrados y decían: ¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor quiere tocar y abrir nuestros oídos para que escuchemos su Palabra y estemos atentos a escuchar las necesidades de los otros; quiere tocar nuestra lengua para destrabarla y así podamos pronunciar palabras de vida, de aliento y esperanza.

Este domingo, los invito a que dirijamos nuestra reflexión en torno al uso de la palabra, del lenguaje humano y de la capacidad de escuchar.

Este es nuestro gran problema, el lenguaje y la capacidad de escuchar. ¿Quién es capaz de comprender el lenguaje de la esposa, del esposo, del hijo, del papá o de la mamá, de la superiora o de la hermana religiosa difícil?, ¿quién es capaz de hacerse entender por quienes le rodean con claridad?, ¿y quién se esfuerza por comprender a aquellos con los que comparte su vida, escuchándolos con atención?

La promesa de Isaías se vuelve realidad en la persona del Señor, que ha venido a salvarnos, ha venido a devolverle al hombre la capacidad del habla y de la escucha.

Tal vez, ¡Este es el más grande de los milagros que necesitamos en nuestro tiempo! En la vida diaria es urgente que superemos nuestros monólogos y que entablemos un verdadero diálogo con el prójimo, con los miembros de mi familia o de mi comunidad religiosa y un verdadero diálogo con Dios, estando abiertos a Él, por medio de la oración.

El hombre que cerrando su oído se hace inhumano entre los hombres, y aunque tiene oídos no escucha, puede volver a oír. Para ello, tendríamos que hacer nuestra la petición de Salomón: “Dame Señor un corazón que escuche”. Y el Señor podrá decirnos: «Effetá». Ábrete a la escucha. Ábrete a la comprensión profunda de las personas y de sus dificultades, de lo que piensan y sienten, de sus aspiraciones e ideales”.

Este milagro de escuchar, necesita de una segunda parte: la a llamada que se escucha, le hace falta una respuesta. Con la palabra proferida será como el hombre se pueda hacer hombre verdadero. Porque hay hombres que aunque tienen boca no hablan o cuando hablan no hablan bien.

Los demás animales vivientes tienen ojos y tienen oídos como nosotros, pero no tiene un órgano que efectivamente comunique palabras coherentes e hiladas. Solamente el hombre puede hablar, decodificar el lenguaje, solo el hombre puede enseñar, corregir, acusar, jurar, bendecir, maldecir, cantar, celebrar, confesar, rezar, gritar, quejarse, murmurar y otras muchas acciones más.

Hace falta que la humanidad del hombre se convierta en una realidad y para ello es necesario que use correctamente su lenguaje. Que sus palabras broten, pero que al mismo tiempo escuche respetuosamente, que se digan a tiempo, que se piensen serenamente y con dominio, que sean ponderadas y amables y, sobre todo, que provengan del temor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, dialogar es abrir el corazón. La comunicación suele ser, más que un oficio un verdadero arte, para el cual muchos de nosotros, o no nos hemos preparado o al menos cuando lo hacemos, lo realizamos con dificultades. Comunicarse es entablar un diálogo entre dos personas.

Muchas veces, las personas confundimos el hablar con el dialogar. Y son tan diferentes. Hablar consiste en abrir los labios y el dialogar tiene su fundamento en aprender a abrir nuestro corazón. Y pocos sabemos hacerlo en la realidad. Algunos sabemos hablar, y hasta hemos aprendido a vociferar, pero no nos hemos iniciado aún en el aprendizaje de ubicarnos en el lugar del otro y del comprenderle, no sabemos lo que es vivir en esa empatía que se necesita para comunicarse sin egoísmos. Comprender quién está realmente atrás del que grita, del que vocifera o insulta, probablemente hay alguien muy asustado que se siente amenazado o temeroso y por ello vocifera. Atrás de un gritón, sin duda que hay un miedoso.

¿Cuántos de nosotros le hemos dicho al otro: yo ya he hablado, ya he dicho lo que tenía que decir?, ¿tienes algo que decir tú? Porque no se trata tan solo de decir, se trata también de escuchar y de ponerse en el lugar del otro, o por lo menos, que tenga disposición para escucharme.

Yo te pregunto a ti que me escuchas, ¿en qué consistiría un verdadero diálogo, en aprender a hablar el mismo idioma o en aprender a escuchar el mismo idioma?

Un cristiano que dialoga no es aquel que dice, “sé hablar tu misma lengua, uso tus mismas palabras. Por tanto tienes que escucharme”. Sino que nuestro mensaje creíble será aquel que pueda manifestarse en los siguientes términos: Sé escucharte, entiendo tus problemas, tus dificultades. Conozco tu situación.

En la actualidad, hemos logrado grandes avances en la comunicación, es asombrosa esa alta tecnología celular con amplias aplicaciones a la telefonía y la capitalización del espectro para navegar y crear canales de nuevas comunicaciones en Internet; nos podemos comunicar con gran facilidad de un continente a otro, sin embargo, que triste y doloroso, el darnos cuenta que si bien hemos desarrollado sistemas de comunicación muy sofisticados que permiten que desde la tierra, el hombre hable con el hombre en la luna, a menudo una madre no puede hablar con su hija, un padre no se encuentra con su hijo, unos hermanos se ignoran entre sí, unas religiosas no se entienden al interno de su comunidad con las otras hermanas y en un sin fin de ocasiones también los esposos no saben lo que es un verdadero encuentro.

Hoy, que el Evangelio nos habla sobre el milagro por el que Jesucristo, Palabra encarnada, permite que el hombre pronuncie palabras con claridad y escucharlas con nitidez, deberíamos pedirle a Dios que nos conceda el milagro de aprender a comunicarnos. Effetá, ábrete, ábrete oído, effetá, ábrete y habla sin dificultad. No guardes en tu interior cosas que te están lastimando o dañando, aprende a comunicarte con serenidad, a manifestar tu verdad de una manera serena y clara, sin lastimar.

Y es que con frecuencia son nuestras propias casas esos lugares en donde los miembros se encuentran sin hablarse, o se hablan sin encontrarse de verdad, ya que por una parte o por otra se sienten incomprendidos. Es el drama actual de nuestros hogares el de la incomprensión entre padres e hijos; unos padres impotentes y sin recursos, a pesar de su inmensa buena voluntad; unos hijos que abandonan el hogar dando un golpe a la puerta, para juntarse con grupos clandestinos, inadaptados, muchas veces en la evasión del alcohol o en la droga. Una casa de religiosas donde viven juntas pero no conviven, donde los canales de diálogo y comprensión están ausentes.

Es el drama de aquellos que si bien antes de casarse no se cansaban de hablar, ahora han reducido sus diálogos a monosílabos, si es que bien les va, y en muchas veces sus palabras, sus afirmaciones y sus descalificaciones son solo gruñidos o solo sonidos guturales.

El escritor francés François Mauriac, premio Nobel de literatura en 1952, atrevidamente, nos describe a un padre jesuita viejo, feo, insignificante, a quien acuden, una ininterrumpida avalancha de penitentes, a quien acuden las más hermosas mujeres de París. Y la gente se pregunta: ‘¿Cómo es posible, si el padre es viejo, feo y, según parece honrado?’ Entonces Mauriac responde: ‘Sí, ¡Pero las escucha!’

Queridos hermanos y hermanas, ¡Se imaginan qué inmensa necesidad de ser escuchadas, debía atosigar a aquellas mujeres! Y qué barrera de silencio hemos de suponer en sus maridos, ‘¡Pero el padre viejo y feo las escucha!’ menciona Mauriac.

Termino esta reflexión dominical con un comic que leí en la prensa en el que se muestra a un esposo en el momento de abrir el periódico y le pregunta a su mujer: ‘¿Hay algo que quieras decirme antes de que empiece a leer?’

Todos sabemos que no lo hay, por el momento; pero también sabemos que, en cuanto el hombre empiece a leer, a su esposa se le ocurrirá algo o se acordará de algo que es importante comunicar.

Esa caricatura nos hace reír, porque la gente ve reflejada en ella su propia experiencia. Lo que no resulta gracioso es que muchas esposas se sienten heridas cuando el marido no les dirige la palabra en casa, y que muchos hombres se sienten descorazonados cuando decepcionan a su esposa sin saber siquiera por qué o qué fue lo que provocó la decepción.

Gary Smalley en su libro: “El lenguaje del amor” relata una historia acerca de su esposa Norma, que se sentía muy frustrada con él. Gary llegaba a casa del trabajo y se encerraba en sí mismo. No tenía nada que decir en toda la noche. Finalmente, Norma le contó una historia acerca de un hombre que fue a desayunar con unos amigos. Comió muy bien, y después reunió unas migajas, que puso en una bolsa. Después almorzó con varios compañeros de negocios y se comió un gran filete. De nuevo, puso unas cuantas migajas en una bolsa y se la llevó. Entonces, cuando llegó a casa por la noche, le entregó a su esposa la bolsa de las migajas para que se las comieran ella y sus hijos.

¿Qué opinas sobre esto Gary? Le dijo Norma, Y Gary le comentó que desaprobaba aquella falta de respeto de aquel esposo. “Eso es lo que tú estás haciendo conmigo”, le contestó Norma. “Los niños y yo esperamos todo el día para conversar y convivir contigo cuando regresas a casa, pero tú no compartes tu vida con nosotros. Después de haber estado fuera todo el día, nos entregas la bolsa de las migajas y enciendes el televisor”.

Gary dice que el escuchar aquella historia fue como si le hubieran pegado con un palo en la cabeza. Pidió disculpas y comenzó a esforzarse para abrirse a su esposa y a su familia.

Queridos hermanos y hermanas, ¿no será éste el momento de pedirle al Señor que se acerque a nuestra familia para que toque nuestros labios y nuestros oídos, pero sobretodo nuestro corazón y le diga “Effetá”, “Ábrete”? Si lo creemos necesario, pidámoslo hoy al Señor. Así sea.