Queridos hermanos y hermanas: La primera predicación que Cristo realizó fue en Nazareth, en su propia tierra y la gente se preguntaba con asombro al escucharlo ¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? Y Jesús estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente.

Jesús ha elegido la sinagoga de Nazareth, su propia tierra para iniciar su predicación. Se trata del pueblo de su infancia. Su auditorio está formado por todos esos rostros de gente que le vio crecer e irse haciendo un hombre aparentemente como cualquier otro. Ellos son las personas que le vieron en su niñez, en su juventud y que le han visto convertirse en un adulto. Se trata de sus vecinos, de sus amigos, de sus parientes, de los clientes de la carpintería, de la gente que le conoce.

Escogió el lugar más complicado, y el público más exigente. Se trata de aquellos hombres y mujeres con los que convivió no durante 3 años de su vida pública, sino a lo largo de 30 años de su existencia.

Se trata del auditorio más difícil para Él y para nosotros. Digamos que ellos, los que nos conocen más, nos exigen más o de lo contrario no nos ofrecen su atención. Se trata de aquellos, que también en muchas ocasiones, se van acostumbrando a nuestra presencia y que difícilmente ven nuestro trabajo, nuestros esfuerzos, nuestros logros, nuestra maduración y nuestros cambios.

Queridos hermanos y hermanas: ¡Qué difícil es predicar en Nazareth! Pero es allí, en donde están nuestras raíces, en donde tiene que empezar nuestra misión.

¡Es difícil predicar en Nazareth! Sin duda éste es el auditorio más exigente. Pero, puedo decir que las auténticas predicaciones hechas en nuestro Nazareth, pueden convertirse en las más hermosas y las más fructíferas. Cuánto bien le hacemos a nuestra familia cuando predicamos un valor o cuando hacemos una amonestación o corrección oportuna. ¿No es verdad?

Somos tantos los que Evangelizamos a medio mundo, pero nos olvidamos de nuestro Nazareth. Hemos iluminado copiosamente las calles; pero hemos mantenido nuestras casas en la más profunda oscuridad. Somos excelentes consejeros de todo mundo menos de los nuestros.

Se trata de esos padres de familia tan buenos para solucionarles los problemas a medio mundo, pero que no han sabido ofrecer una sola recomendación, una advertencia, una indicación, o una exhortación a los que han procreado para la vida y para la fe cristiana.

Se trata de la esposa que recomienda reconciliación conyugal a su vecina y que en el seno de su matrimonio tiene tanto tiempo sin ofrecerle una palabra de cariño a su esposo que es castigado con el lacerante flagelo del silencio y del desprecio.

Se trata de tantos hijos que son tan apostólicos en las comunidades parroquiales, y hasta en misiones de semana santa y veraniegas, pero que no se preocupan por invitar a la Iglesia a sus seres más queridos. Somos aquellos llamados cristianos que nos hemos convertido en luz de la calle y oscuridad de la casa.

¡Qué difícil es predicar en Nazareth!
Hoy que hablamos de nuestros Nazareths y sobre nuestra predicación en nuestro Nazareth, les quiero compartir un texto sumamente significativo, en el que Santa Teresita del Niño Jesús, nos enseña cual es la verdadera doctrina religiosa en su relato autobiográfico: La Historia de un Alma, dice ella: “Este año, Dios me ha concedido la gracia de comprender qué es la caridad; antes yo la comprendía, es verdad, pero de manera imperfecta: No había profundizado todavía en aquellas palabras de Jesús: “El Segundo Mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Yo antes me había dedicado sobre todo a amar a Dios, y amándole a Él me di cuenta de que era menester que mi amor no se tradujese solamente a palabras, ya que no son los que dicen: ¡Señor, Señor!, los que entran en el Reino de los Cielos, sino aquellos que cumplen la voluntad de Dios”. Esta voluntad nos la ha dado, pero fue en la última cena cuando el dulce Jesús quiso darnos su mandamiento nuevo. Y nos dice con una inefable ternura: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo los he amado”. Al meditar estas palabras divinas, me di cuenta de cuan imperfecto era mi amor a mis hermanas, de cómo yo no las amaba con el mismo amor que Jesús”. Y concluye más tarde la santa: “La caridad fraterna lo es todo en el mundo. Amamos a Jesús en la medida en que amamos a los demás.”

¿Saben Uds. en qué año hizo Santa Teresita este descubrimiento? ¿Saben cuándo se dio cuenta que no había amado a quienes le rodeaban y con quienes compartía su vida diaria? Era el año 1897, ¡El año de su muerte!
El Señor nos dice que en Nazareth está el primer destinatario de nuestra predicación. ¡Prediquemos en nuestros hogares! Los miembros de nuestra familia están sedientos de Dios, tienen necesidad de Él.

Hace muchos años leía en un escaparate de un negocio de fotocopiado una frase que me hizo reflexionar: “Lo más significativo del viaje a la luna no fue que el hombre pusiera los pies en la superficie lunar, lo mejor de todo es que el hombre, por fin, puso sus ojos en la tierra”.

La glosa anterior, hoy, me ha venido a la memoria al meditar el texto del Evangelio que la Liturgia nos ofrece.
Pensaba en aquellos hombres que en Nazareth conocían a la perfección al Hijo de Dios hecho hombre, de tal manera que se llegaron a acostumbrar tanto a su presencia doméstica y ordinaria, como para que no fueran capaces de reconocerlo en el momento en que manifestaba su misión mesiánica.

Ellos decían: ¿El es el Mesías? ¡Imposible! ¿No es éste el carpintero, el hijo de José?
Nosotros también tenemos que pensar en que la presencia de Cristo se ha realizado preferencialmente en nuestro Nazareth, en nuestros hogares. Y, es a los habitantes de nuestro Nazareth a los que más nos hemos acostumbrado.
El que nos acostumbremos a los seres más queridos nos conduce, entre otras muchas situaciones, a una actitud sobre la que tenemos que meditar: la minusvaloración de las personas con las que convivimos diariamente.

Infravaloramos a papá, a mamá, a la esposa, al esposo, a los hijos, a los hermanos, a las hermanas religiosas.
Nos hace falta estar en otro lugar para poder valorar lo propio. Hace falta que un día nos ausentemos del lugar en el que nos encontramos para que entonces ponderemos lo que con gran privilegio poseemos. ¿Cuántas veces tenemos que tener los pies en otra parte para que podamos tener los ojos en aquello o en aquellos que tenemos? Por ello, “Lo más significativo del viaje a la luna no fue que el hombre pusiera los pies en la superficie lunar, lo mejor de todo es que el hombre, por fin, puso sus ojos en la tierra”. Valoremos a cada uno de los miembros que integran nuestra familia; valoremos su trabajo, sus esfuerzos, sus logros, su maduración, sus cambios, valoremos a los miembros de nuestro Nazareth y quitémosles etiquetas negativas, borremos en nuestros archiveros mentales lo negativo que un día hicieron.

Me resulta difícil comprender ¿cómo es posible que una generación abierta al cambio en todos los niveles de la vida, que le ha tocado vivir una época en que lo único permanente parece ser el cambio, sea tan impermeable para comprender que hay realidades de mucho más contenido y valor que también pueden cambiar, como es el ser humano?

Sabemos que el mundo cambia, pero no somos capaces de pensar que la persona también va cambiando y madurando. Aceptamos el perfeccionamiento en tantas áreas, pero no le damos la oportunidad a las personas de ser mejores, de manifestar su crecimiento. Contemporizamos en lo que se refiere a lo material, pero en cuanto a las personas nos mantenemos conservadores. Con las cosas vamos a la vanguardia y con las personas nos mantenemos a la retaguardia. Las cosas pueden cambiar; pero no se lo permitimos a las personas.

Termino esta reflexión dominical con las palabras del maestro Amado Nervo cuando decía bellamente: “La ausencia es el ingrediente que le devuelve al amor el gusto que la costumbre le hizo perder”.

Hay que comenzar a reconstruir muchos de nuestros hogares. Nuestros hogares deben estar llenos de fe en Dios y llenos de fe y esperanza en cada uno de los miembros que los integran. Los cónyuges deben volver a reubicarse en su papel de compañeros de viaje, de “ayuda adecuada” el uno para el otro; tal como Dios lo había planeado desde el principio de la creación. Los hijos debemos volver la mirada a ese padre o a esa madre trabajadores, sencillos, cariñosos y siempre dispuestos a sacrificarse por nosotros y a disculparnos. Los padres deben ver el esfuerzo de sus hijos para estudiar o trabajar y valorar el apoyo y la ayuda que les brindan. Entre hermanos debemos aprender a escucharnos y a valorarnos, las hermanas religiosas deben ver el esfuerzo y el cambio que han logrado algunas hermanas. Pidámosle a Dios que elimine de nuestros hogares la polilla de la costumbre que los está destrozando, y que nos impide escucharnos y valorarnos; y que sea allí, en nuestro Nazareth donde comencemos con nuestra predicación. Así sea.