“Traten a los demás como quieran que ellos los traten”. Queridos hermanos y hermanas: el mensaje del Evangelio de este domingo lleva consigo un contenido rico en enseñanzas de vida para los cristianos. La enseñanza de este domingo es profunda y novedosa: Jesús invita a sus discípulos a amar a los enemigos. Tal enseñanza era desconocida por el mundo judío y extraña para el mundo griego. Era una novedad que expresaba el amor con el que Dios ama a los hombres. Esta enseñanza se expresa en la sentencia de Jesús: “Traten a los demás como quieran que ellos los traten, es decir no trates a los demás como ellos te traten a ti, sino como tú quisieras ser tratado por ellos. En efecto, la primera lectura nos presenta precisamente a David que perdona a Saúl cuando lo tenía a punto para matarlo, lo recuerdan. David, figura del Rey mesiánico, muestra entrañas de misericordia ante sus enemigos.

Cada uno de nosotros estamos llamados a imitar al rey David en su capacidad de perdonar y en su misericordia, estamos llamados a imitar a Jesucristo, el salvador, quien siempre nos perdona y se compadece de nosotros. Analicemos ahora la sentencia del Evangelio: “Traten a los demás como quieran que ellos los traten”. Esta sentencia se presenta al final de una serie de exhortaciones de Jesús sobre el modo de tratar a los demás. “Hay que amar a los enemigos”, es decir, no se puede seguir a Jesús si se aplica la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente, Te devuelvo lo que tú me haces y con creces. No se puede seguir a Jesús si se guarda rencor, resentimiento, odio y deseo de venganza. Todo esto, queridos hermanos y hermanas, denigra la dignidad humana. Aferrarse a la ira se convierte en el intento de querer agarrar un carbón ardiente con la intención de arrojárselo a alguien: es uno mismo quien, al final de cuentas, resulta quemado.

Con los rencores que llevamos en nuestra vida, somos muchos los que nos asemejamos al desierto, somos esa tierra en la que ya no crece nada, personas en las que ya no existe la alegría ni el bienestar. Y, sin embargo, con qué facilidad nosotros y todos los hombres somos presa de estos sentimientos. ¡Cómo nos cuesta perdonar! No, precisamente cuando alguien haya cometido contra nosotros ultrajes y daños irreparables, sino cuando simplemente han sido descuidos, faltas de atención, permítanme decirlo: tonterías, torpezas en las relaciones humanas y en la comunicación. Pero, el orgullo en el hombre es una pasión grande que brinca por todas partes, tenemos que aprender a someterla, a dominarla y a evitar que ella nos domine. Es pues, imprescindible pasar del “hombre viejo”, el primer Adán, al hombre nuevo, el último Adán, Cristo mismo. Ejemplos de este paso, los tenemos y los hemos experimentado, gente que tiene el valor de perdonar, de pasar del odio y el rencor al amor, de pasar del juzgar y condenar, a la misericordia y comprensión. Recordemos a aquel joven que en la vigilia de Tor Vergata en el año 2000, año del gran Jubileo, y, por tanto, del gran perdón, perdonaba en público en presencia del Papa a los asesinos de su hermano. ¿Cómo es posible llegar a un amor de esta naturaleza? Solo es posible en Cristo, cuando Cristo ha tocado el íntimo del corazón y habla a la persona y le revela el verdadero camino de la felicidad. Aquel muchacho había pasado del rencor al amor, tendía una mano a los asesinos de su hermano y se tendía una mano a sí mismo. El perdón lo condujo al amor. Hoy, purificada la memoria, puede caminar por las rutas de la vida con esperanza. Si él no hubiese perdonado, hoy su memoria infectada sería fuente de amargura, de desesperación, de rabia. Nosotros nos detenemos, permítanme decirlo de nuevo: en tonterías, en descuidos, en faltas de atención, en torpezas en las relaciones humanas y en la comunicación. ¡A mí no me grita nadie! ¡A mí nadie me habla así! ¡Conmigo te topas! ¡A mí, él que me la hace me la paga y al doble! Sí, hermanos y hermanas, hoy tenemos que reconocer con humildad que el orgullo en el hombre es una pasión grande que brinca por todas partes y que tenemos que someter. El Papa San Juan Pablo II en su mensaje del 1 de enero de 1997 decía: “Es verdad que no se puede permanecer prisioneros del pasado: es necesaria, para cada uno y para los pueblos, una especie de purificación de la memoria, a fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más. No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que solo el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza. Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios antiguos y violentos”. Queridos hermanos y hermanas: de aquí, nace la máxima de gran alcance: “Traten a los demás como quisieran que ellos los traten. Si deseo que me traten con respeto, debo tratar con respeto; si quiero ser amado, debo amar; si quiero ser comprendido y perdonado, debo aprender a comprender y perdonar. Termino esta homilía dominical diciéndoles que está máxima es sumamente práctica y de gran actualidad, supone, sin embargo, una profunda renuncia de sí mismo. Supone que el “yo orgulloso” no sea el centro de la personalidad y de los propios intereses, sino el “tú”. No puede haber plena realización de la persona si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. Por lo demás la experiencia nos dice que quien no perdona, poco a poco se amarga la vida y los resentimientos empiezan a corroer su alma.

Así sea.