Reflexión

Redacción: Presbítero Alfredo García

0
1317

Nosotros tenemos hambre y sed. Es Cristo el que llena nuestras aspiraciones de verdad. Solo en Cristo podremos saciar esa nuestra hambre y nuestra sed.

Jesús se quedó como alimento en el Pan de la Eucaristía, para que el mundo no sufra más hambre.

Los judíos rechazaban que Jesús fuese el pan bajado del cielo. No podían ni querían aceptar en aquel hombre pobre y sencillo, al enviado del Padre, del que había recibido el poder de dar la vida eterna. Eran incapaces de ver en Jesús, al Hijo de Dios.

¿Por qué? Porque no querían escuchar al Padre, cuyo designio era “que todo hombre que ve al Hijo y cree en él, tenga la vida definitiva, y pueda ser resucitado en el último día”.

Nadie puede creer en Jesús, si el Padre no lo empuja hacia Él, sin la gracia del Espíritu Santo.

La clara voluntad del padre es darnos la vida y la resurrección, la salvación definitiva por medio de nuestra adhesión a Cristo.

Si creemos de verdad en Él, ya tenemos desde ahora la vida eterna. Nuestra respuesta debe ser abrirnos al Espíritu Santo, para que nos enseñe a ser dóciles al Padre, que nos quiere dar la vida por Jesús.

Por eso, al creer, en Jesús y adherirnos a Él, tenemos ya desde ahora la vida eterna.

Nos han enseñado a esperar la vida eterna después de la muerte.

Y por cierto que será entonces cuando podamos alcanzarla en plenitud. Cuando el Señor nos resucite.

Pero lo fe en Cristo, nos permite tener aquí también la vida verdadera.

No podemos llegar al Padre, sino por Cristo. Es Jesús quien nos hace visible al Padre. Él nos da a conocer el designio amoroso del Padre. Y nos dice que nada de lo que el Padre le ha confiado puede perderse. Jesús nunca nos rechaza, Dice el Señor: Yo soy el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca pasará sed. «Solo mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo: la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad en cualquier edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de Dios en los dramas de la historia o de la misma existencia propia. Sed siempre de las almas Eucarísticas para poder ser cristianos auténticos. Verdaderamente, la vida sin Cristo se convierte en un áspero desierto en el que cada vez se está más lejos de la meta.

La Eucaristía es la suprema realización de aquellas palabras de la Escritura: son mis delicias estar con los hijos de los hombres (Proverbios 8, 31). Jesús Sacramentado es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros, que se nos da como alimento para una nueva vida, que se prolonga más allá de nuestro fin terreno. Podemos preguntarnos: ¿Cómo me preparo para recibirte?, ¿cómo es mi fe, mi alegría…, mis deseos? Hagamos propósitos pensando en la próxima Comunión que vamos a realizar, quizá dentro de pocos minutos o de pocas horas. No puede ser como las anteriores: ha de estar más llena de amor.

Cuando comulgamos, Cristo mismo, todo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, se nos da en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la suya. Cristo, en la Comunión, no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros. Cristo está verdadera, real y sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar. El alma se convierte en templo y sagrario de la Trinidad Beatísima: Y la vida íntima de la Santísima Trinidad empapa y transforma el alma del hombre, sustentando, fortaleciendo y desarrollando en él el germen divino que recibió en el bautismo.

Cuando nos acerquemos a recibirle le podremos decir: «Señor, espero de Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Se el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas».

Por eso hoy, vamos a darle gracias a Jesús, por ser el pan de vida que nos alimenta en cada Eucaristía para fortalecernos en nuestro camino hacia el Padre, y vamos a decirle a nuestro Padre, que regale el don de la fe, de una fe incondicional en Cristo, que murió y resucitó para conseguir la vida verdadera a cada uno de nosotros.

Acudamos a Santa María, ella nos dará sus mismos sentimientos de adoración y de amor.