Perdonar para ser perdonados…

El pasaje evangélico de este domingo 17 de septiembre nos ofrece una enseñanza sobre el perdón, que no niega el mal sufrido sino que reconoce que el ser humano –creado a imagen de Dios– siempre es más grande que el mal que comete… Es el apóstol Pedro quien suscita este tema del perdón ilimitado, «setenta veces siete», mediante una pregunta en la línea casuística, propia de la cultura judía. Jesús ilustra su respuesta y avala su drástica y poco comprensible afirmación, narrando a sus seguidores la parábola del «rey misericordioso» y del «siervo despiadado», en la que muestra la incoherencia de aquel que primero ha sido perdonado y después se niega a perdonar. Jesús, más que con sus palabras con su mismo ejemplo, les viene a decir lo que ya les había enseñado en el Padrenuestro, como una de las actitudes fundamentales del cristiano.

El Señor nos mide con la misma medida con que midamos nosotros a los demás (Cfr. Mt 7, 2). Y el mismo perdón sacramental de la penitencia confiado por Él a su Iglesia no es real y efectivo si nosotros no perdonamos al hermano, ya que la reconciliación no es sólo con Dios sino también con la comunidad eclesial, con los hermanos en la fe y con todos los hombres. De ahí la afirmación contundente: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12; Lc 11, 4)… La enseñanza que extrae Jesús de la parábola es evidente: lo mismo hará con ustedes mi Padre del cielo si cada cual no perdona «de corazón» a su hermano. Idea en que abunda la primera lectura, tomada del libro del Sirácide, conocido también como Eclesiástico (s. II a. C).

Esta línea narrativa de la parábola es fácil de entender, pero su enseñanza es bastante difícil de practicar… La celebración de la Eucaristía abunda en momentos referidos al perdón, tanto el que pedimos a Dios como el que recibimos de Él y otorgamos a los demás. Ya al comienzo tenemos el acto penitencial –lo mismo que antes de la comunión tenemos el signo de la paz– por los que nos reconocemos pecadores ante Dios y ante la comunidad, y solicitamos el perdón del Señor. La Virgen María nos ayude a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como Él, Padre Bueno, «lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 102, 8).