El misterio del fin del mundo queridos hermanos y hermanas: los profetas y los evangelistas mediante un lenguaje misterioso, marcadamente simbólico, intentan meternos a los lectores u oyentes en el misterio del fin del tiempo y de la historia. Es necesario por tanto estar atentos para no confundir lenguaje y mensaje. El lenguaje antropomórfico, es decir la forma que el hombre le da al lenguaje, presenta el fin del mundo como una conflagración universal aterradora, una especie de terremoto cósmico que conmueve el universo entero y lo destruye por completo, un cataclismo imponente cuyo fuego incandescente devora abrasador toda la materia. Oculto tras esta representación escénica de impresionante viveza, hay un mensaje divino: “El mundo, del que formamos parte, no es eterno.

La historia tendrá un fin”. El ropaje literario, propio de la apocalíptica judía, muy apropiado para los tiempos que corrían de persecución (en el caso de Daniel la persecución de Antíoco IV Epifanes, en tiempos de Marcos, posiblemente la de Nerón), no debe distraernos, mucho menos angustiarnos, y menos todavía ocultarnos y hacernos perder el mensaje de revelación de Dios. En cuanto misterio, el fin del mundo no está al alcance de nuestro humano conocimiento ni es

manipulable para satisfacción de nuestra curiosidad o de nuestro orgullo. Hay un fin para nuestra vida y un fin del tiempo, pero quién de nosotros puede estar seguro de cuando morirá, o de cuándo será el fin del mundo. Sólo un charlatán e ignorante de las Escrituras puede poner una fecha precisa al fin del mundo. Y en la historia hay quienes se han ufanado de saber cuándo será el fin del mundo, han dado fechas precisas, las fechas han llegado y el mundo no ha terminado, porque como dice el Evangelio respecto al fin del mundo: nadie sabe el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, solamente el Padre.

Para el evangelista San Marcos la destrucción de Jerusalén y del templo sirve de símbolo de los tiempos finales del mundo y de la historia. Igualmente, la imagen de la higuera, desde que florece en primavera hasta que maduran los higos, sirve para señalar el tiempo intermedio entre la historia concreta de su época y el final de la historia.

Hay pues una relación entre el tiempo y la eternidad, entre el fin de una época y el fin de la historia, entre el fin de la vida y el fin del tiempo. Entre ambos fines hay ciertas semejanzas: En primer lugar, la certeza del fin, que es evidente, respecto al fin de la vida de cada ser humano; y es objeto de fe, respecto al fin de los tiempos. También podemos decir que su carácter es imprevisible totalmente, nadie sabemos cuándo será el fin del tiempo, y nadie sabemos con certeza absoluta cuándo será el fin de mi vida. Además, su valor es decisivo: en un caso se decide sobre la suerte de cada individuo, en el otro sobre la suerte de la humanidad entera. Finalmente, ambos revelan la condición del hombre y de su mundo, una condición limitada, imperfecta, precaria, que remite necesariamente a otra realidad superior donde esa condición recibe perfección y cumplimiento.

De esta manera, el final de la vida equivale, en cierto modo, al final del tiempo para cada ser humano; y el final del tiempo en alguna manera está prefigurado en el final de la vida. Con la muerte, podemos decir, llega a cada hombre el final de su tiempo en espera del final de todos los tiempos. Ambos finales se deben vivir a la luz resplandeciente de la esperanza cristiana. Todo fin tiene sentido, si en el ser humano hay esperanza y si esta esperanza es capaz de darle sentido a nuestra existencia y de sostenerla en la eternidad.

Nuestra actitud ante el fin de nuestra vida o el fin del mundo, debe ser la que nos propone la aclamación que hemos hecho antes del Evangelio: velen y oren, estén preparados porque no saben el día ni la hora en que llegará el Señor. Y esta preparación queridos hermanos y hermanas, consiste en vivir la bondad, en cumplir con nuestras obligaciones y responsabilidades.