A través de la historia y de las culturas un elemento esencial ha cautivado al hombre, lo llena, lo inquieta, lo lanza a la imaginación de miles de mundos posibles; el cielo. Pero no sólo entendido como la bóveda que nos cobija, no. Ni siquiera la fantasiosa realidad de solo placer y luz, no. El cuadro de Vicent van Gogh, La Noche Estrellada habla perfectamente de ese cielo al que me refiero.

Los grandes críticos, las personalidades del arte y eruditos en la materia pueden afirmar un sinfín de detalles e interpretaciones sobre él, sin embargo no puedo dejar de ver ese fabuloso viento que llena el cielo, las estrellas, los hogares encendidos en el poblado, a ese cielo me refiero, un cielo que no puede separarse de la tierra.

El mensaje de esta pintura es este; el cielo y la tierra se unen en una noche estrellada magnánima, que logró ser captada y envuelta en este lienzo por una pequeña persona. ¿A qué me refiero? La sintonía de lo humano con lo divino no debe de ir a parte, ni una pintura del cielo que sea llamada “las estrellas”, ni una pintura de la tierra que sea llamada “la noche”. No, ni tan espiritualizados que nos olvidemos de nuestra carne, ni tan carnales que nos olvidemos del alma.

La Noche Estrellada nos recuerda la simplicidad de lo cotidiano, la grandeza de lo creado, es una historia completa en sí misma. Entrar en ella cautiva de tal modo que nos recuerda estar vivos por un momento, es un instante de eternidad aprisionado por un segundo, una pintura que desea moverse y gritar, pero sobre todo a entendernos como seres humanos que somos espíritus encarnados, navegando en la balsa de la trascendencia tan humana como divina, tan personas espirituales como humanas, sin contraponernos, sin excluir ninguna. En fin somos noches estrelladas que podemos recordar a los demás que están vivos.

¿Cuándo fue la última vez que contemplaste la noche estrellada que eres?