Aquella tarde del 2 de mayo de 1808 los madrileños comenzaron una improvisada resistencia contra los soldados franceses que ocupaban la ciudad, cientos, y si no es que miles, emprendieron una de las tareas más cruentas a las que el ser humano puede someterse. La resistencia como se imaginaba fue prontamente sofocada por el ejército en forma que tomaba la ciudad, superándolos en número, en armas y habilidades militares.

Las ejecuciones del 3 de mayo de 1808 se perfilaron como un acto de barbarie y de sanguinaria represión, lo cual, años después impulsaría a Goya a reflejar en este cuadro los acontecimientos de este día como una voz viva en la memoria del pueblo. En el cuadro aparece algo peculiar; frente al ejército francés, en ese esplendoroso contexto a las afueras de Madrid, se encuentran los condenados, un sacerdote, algunos fieles, revoltosos, vecinos del pueblo mal vestidos y tomados a la prisa del día. Pero frente a ellos está una figura clave.

El héroe anónimo está vestido de blanco, toma la importancia de la luz en el cuadro, sobresale de entre los demás. A ese héroe anónimo que pintó el dolor de los más de 180 mil habitantes que seguramente perdieron a alguien, y ahora lo veían homenajeado en ese rostro desfachatado y valiente, puesto de rodillas, listo para morir.

Quisiera que esta reflexión sea un llamado a los tantos fusilamientos del 3 de mayo de 1808 que están sucediendo en nuestras comunidades y en nuestros días. Y no me refiero a la forma, no, me refiero al anonimato de personas que para la sociedad no son importantes, que pasan desapercibidas en los diarios o en las entrevistas, que no son noticia nacional, pero que sí son silenciadas por los mismos asesinos bajo la presión de la familia. No pido un homenaje en un monumento para esas víctimas, no. Pido un homenaje de paz, de perdón, el homenaje urge, ¿cuándo será el próximo 3 de mayo?