Las Bienaventuranzas, queridos hermanos y hermanas: Nuestra sociedad se encarga de ofrecernos la dicha y la felicidad en la sonrisa maquillada de los artistas; sugiere y nos convence con su discurso sobre esa felicidad fundada en los viajes de placer, en la adquisición de aparatos domésticos o cibernéticos cada vez más sofisticados, en todo lo que al momento produce el gozo de un placer. Y todos, indistintamente hemos caído, poco o mucho, como víctimas de la seducción que nos produce esa invitación para que simulemos la dicha y la felicidad consumiendo, teniendo y gozando cuando la ocasión se nos presenta.

Más aún, nuestra sociedad del consumo, muchas veces, nos conduce al egoísmo, a la desatención de nuestros hermanos y al olvido de Dios. Nos vamos volcando hacia nosotros mismos y hacia las cosas, de tal manera que nos vamos olvidando del pobre, del que tiene hambre, del que llora, del que es perseguido.

El que un solo hombre pudiera vivir en situaciones de escasez o de dolor, de llanto o de persecución, debiera cuestionarnos automáticamente acerca de lo que podemos hacer directa o indirectamente para mejorar esta situación. Más aún si esa persona habita en nuestro mismo techo o pertenece a nuestra misma rama familiar.

San Lucas contrapone una serie de cuatro bienaventuranzas y cuatro malaventuranzas. Bendiciones y maldiciones se van dirigiendo a través de conceptos correlativos; y ello permite que pueda haber una perfecta correspondencia entre los cuatro grupos de personas que en la eternidad serán señalados como malditos y los cuatro que serán reconocidos como benditos. Es bueno que comprendamos lo que Dios nos expresa en la versión lucana: ni la pobreza ni el llanto, ni el hambre ni la persecución, son dichosas en sí mismas. Al mismo tiempo, en contraposición tenemos que entender que ni la riqueza en cuanto abundancia, ni la risa en cuanto a plenitud, ni la saciedad, ni la popularidad son malditas en sí mismas.

En realidad, se trata de la coexistencia simultánea de personas con actitudes distintas y contrarias. Se trata de la riqueza en cuanto correlativa, cuando aquella riqueza convive de forma indiferente con la pobreza. Quizá podría ser la sola despreocupación de un rico epulón que coexiste con un mendigo llamado Lázaro, en un espacio tan estrecho y, sin embargo, la despreocupación del rico por el mendigo ha resultado motivo de condenación en palabras del Hijo de Dios.

Conviene comprender que la correlación implica un lazo, un vínculo y por lo tanto cierta responsabilidad. Se trata de un concepto que puede superar la pura coincidencia temporal: implica que uno de los miembros se apoya en el otro o lo necesita para existir. Quizá lo podamos comprender mejor, aquellos que nos preciamos de vivir en un mundo globalizado. Nuestro mundo está tan unificado que difícilmente dejan de estar relacionadas unas situaciones con otras, y las unas afectan a las otras. Este tipo de correlación nos permite comprender el lenguaje de san Lucas: bienaventurados los que lloran -ay de ustedes los que ríen. Bienaventurados los que tienen hambre -ay de ustedes los que se sienten satisfechos. Bienaventurados los pobres -ay de ustedes los ricos. Bienaventurados los que son perseguidos -ay de ustedes los que son elogiados.

Sin la comprensión de esta correlación el Evangelio podría convertirse en una valoración masoquista o una justificación del llanto, la pobreza, la hambruna y la persecución. No puedo ser realmente dichoso, si siendo rico me olvido del pobre, si riendo me olvido del que llora, si estando satisfecho no me acuerdo del que tiene hambre o si siendo elogiado ignoro al que es perseguido.

Estos cuatro pares de personas: rico y pobre, hambriento y saciado, el que llora y el que ríe, el aceptado y el rechazado, coinciden en la temporalidad en las mismas narraciones del Evangelio de san Lucas y, el Señor acusa a aquellos que no nos preocupamos a favor del hermano: El rico que no se preocupa del pobre que coexiste en la cercanía lo presenta en el rico Epulón y en Lázaro el pobre; el saciado y el que tiene hambre en una misma familia aparecen en aquel hijo que quiere alimentarse de las bellotas que se dan a los puercos y aquel hijo al cual no le ha faltado nada y a quien le dice el padre que todo lo del padre ha sido también de él; el que llora y el que ríe aparecen coincidiendo en el mismo espacio en aquella mujer que humedece y enjuga los pies de Jesús con su llanto y aquel fariseo llamado Simón que se burla de Jesús diciendo: si este fuera realmente profeta sabría que clase de mujer es la que le está lavando los pies; el que es perseguido y el que quiere gozar de la popularidad en la coincidencia del tiempo aparecen en el Bautista que es decapitado por predicar la verdad y aquel Herodes que quiere salvar su imagen ante un juramento expresado con ligereza; y la verdad es que tenemos que decirlo sin temor: estos pares de personas en codependencia coexisten en nuestra misma casa.

Tenemos que marcar una diferencia existente entre las personas y cualquier objeto: una silla coexiste con nosotros pero las persona no, ellas deberían convivir con nosotros. En muchos de nuestras “hogares” se sobrevive al estar junto a personas que no tienen un mínimo interés en nosotros. Digamos que coexistimos el enfermo y el sano con su actitud de despreocupación, el desempleado en desesperación y el egoísta que vive en la abundancia y en la indiferencia, el que vive y sobrevive en la soledad y el hiper-sociable que es centro de reunión para todos menos de los que llevan sus mismos apellidos, y allí están también una persona presa por la cárcel de una enfermedad que le circunscribe y le proscribe y aquel liberto olvidadizo que presume a los cuatro vientos de su independencia, y de su desinterés.

Tenemos que admitir con una cierta vergüenza la veracidad de aquella célebre y tristemente constatable rima de don Ramón de Campoamor, el poeta español del siglo XIX: “Sin el amor que encanta, la soledad del ermitaño espanta. Pero es más espantosa todavía la soledad de dos en compañía”. Y es que, mucho más cercano a ti y a mí de lo que pudiéramos imaginar, resulta que en una misma casa convivimos una familia, pero con una distancia tal que emulamos los contrastes resaltados por el Evangelio.

Los consanguíneos y los consortes coincidimos en las coordenadas del tiempo y del espacio, pero sin preocuparnos. Vivimos juntos aquel que llora y aquel que ríe, el rico y el pobre, aquel que tiene hambre y el saciado, aquel que es aceptado y el rechazado.

Termino esta reflexión dominical recordando que: no puedo ser realmente dichoso, si siendo rico me olvido del pobre, si riendo me olvido del que llora, si estando satisfecho no me acuerdo del que tiene hambre o si siendo elogiado ignoro al que es perseguido. Sin embrago, hay millones de hombres y mujeres, en los conventos y fuera de ellos, que viven al día, sin cuenta bancaria, “de la limosna que reciben”, a quienes Dios hace felices en su pobreza.

Evidentemente, esa felicidad será siempre limitada, pequeña, en espera de la felicidad de llegar a poseer eternamente a Dios, su verdadera riqueza. Hay miles y miles de enfermos que sufren, algunos con dolores indecibles, a quienes Dios les regala una sonrisa siempre fresca y estimulante. Claro que la perfección de esa sonrisa tendrá lugar en el cielo, cuando puedan abrazar definitivamente al Dios de su consuelo.

Hay muchos seres humanos que han sido calumniados, olvidados, vejados por sus hermanos, y no guardan rencor alguno, y saben perdonar, y atesoran en su interior una paz y dicha inimaginables. Paz y dicha que lograrán su coronamiento en la otra ribera de la vida, cuando triunfe la justicia y la verdad. Parece claro que las bienaventuranzas evangélicas no son solo para vivirlas en “el más allá”; son una experiencia que se vive entre la realidad y la esperanza del hoy, del que sabe confiar plenamente en el Señor. Por ello, bendito el hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta toda su esperanza.

Así sea.