XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

La Gratuidad de la Salvación Queridos hermanos y hermanas: Nos encontramos ante un test de vida cristiana. Es un test actual y de todos los tiempos: esto es la parábola del fariseo y del publicano. Jesús la pronunció por algunos que se creían buenos, que estaban seguros de sí mismos, de lo que pensaban y de lo que hacían, y que despreciaban a los demás. El fariseo de entonces y de todos los tiempos tiene una base doctrinal para su actuación. Él piensa: en la medida en que cumpla la ley de Dios, en esa medida Dios me premiará y me salvará. La salvación para él no depende tanto de Dios cuanto de sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que para el fariseo la ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen al hombre bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación. Como consecuencia inmediata lo principal para el fariseo es la fidelidad a la ley, y en el cumplimiento fiel de todos sus detalles fundamenta la confianza en sí mismo. Podemos decir que de esta confianza se deriva la seguridad. Se creen los buenos, los cumplidores, los religiosos, los perfectos. Es por ello que desprecian a cuantos no cumplan la ley. Este fariseísmo está hoy presente en nuestro mundo cristiano tanto a nivel individual, lo cual es grave, como a nivel comunitario, lo que es infinitamente peor. A nivel individual debemos confesar que hemos educado muchas veces en fariseo a nuestros cristianos. Les hemos dado las leyes como norma fundamental de sus vidas. Como consecuencia tenemos unos cristianos cuya preocupación principal es el cumplimiento de lo mandado, cristianos que, porque han cumplido a la perfección la letra del precepto, ya están tranquilos, ya se sienten con derechos ante Dios, ya están seguros de sí mismos. Cristianos que piensan que sus obras buenas son como ingresos en una caja de ahorros celestial que podrán exhibir ante Dios para reclamar capital e intereses. Cristianos que, juzgando como pecadores a quienes no cumplen las leyes, con la minuciosidad con que ellos lo hacen, si no llegan a despreciarlos, al menos los compadecen y, comparándose con ellos, se creen en el fondo mejores y hasta agradecen a Dios el serlo. Es verdad que debemos esforzarnos por ser mejores, por cumplir sus leyes; pero eso no nos hace personas que tienen derechos, sino alguien que reconoce que la salvación, en última instancia, viene de Dios. A nivel comunitario se da también el fariseísmo en la Iglesia de nuestros días. Fariseos son no pocos grupos cristianos, de carácter conservador o de carácter progresista, que se creen, como grupo, los buenos, los cumplidores, los fieles, grupos que, menospreciando a los otros (en el sentido literal de la palabra menos-preciar) los juzgan equivocados, dignos de conmiseración y sin sitio apenas en la comunidad de hermanos. Por si fuera poco, unos y otros piden por la conversión de quienes no piensan como ellos. ¿Dónde radica el mal del fariseísmo? Y pudiéramos decir que en su propia visión de Dios a quien ven como un comerciante que vende cielo a cambio de obras; en su visión de Jesucristo y de su salvación, una salvación a la que no ven como una novedad gratuita, como justificación por amor sin pedir nada a cambio, sino solo fe. El fariseo no entiende la Redención. Esta parábola nos invita a ver la gratuidad de la salvación. Los fariseos no comprenden que Dios se complazca más en un pecador que ama, confía y se arrepiente que en un justo con muchos méritos, abundantes obras y confianza en sí mismo. No olvidemos que Dios se compadece del pecador, lo mira a él porque es una persona necesitada del amor de Dios, no mira su pecado para humillarlo y hacerlo sentir mal. Dios ama al pecador, no al pecado, porque el pecador es una persona necesitada de comprensión y amor. El fariseo como no entiende la gratuidad de la salvación se cree en la necesidad de comprarla con el cumplimiento de la ley. Su obsesión no es el amor, es lo mandado. Su actitud profunda no es el riesgo de creer sino la seguridad que da el cumplir. Cristo pide para el cristiano alma de publicano, conciencia de su pobreza de méritos y de su incapacidad de presentar ante Él nada a cambio del perdón y de la justificación. El fariseo, tan apartado de Jesucristo lo rechaza, como aquél que cree que su salvación depende de sus obras y le pasa factura a Dios de cuanto hace bueno. Todos tenemos en nuestra vida algo de farisaico que nos lleva a creernos buenos, mejores que otros a quienes quizá compadecemos y hasta amamos, pero desde nuestra situación de mejores. Todos, en alguna ocasión, hemos pensado en lo que Dios nos dará como justa paga por nuestros méritos. Termino esta reflexión dominical invitándolos a reconocer con humildad nuestras faltas, a no creernos mejores a los demás y a evitar pensar que la salvación depende sólo de nuestras buenas obras. Así sea.