Queridos hermanos y hermanas: El tiempo de Navidad, que se concluye precisamente hoy, nos ha hecho contemplar al Niño Jesús en la pobreza de la cueva de Belén, cuidado amorosamente por María y José. Cada hijo que nace Dios lo encomienda a sus padres; por eso, ¡cuán importante es la familia fundada en el matrimonio, cuna de la vida y del amor! La casa de Nazaret, donde vive la Sagrada Familia, es modelo y escuela de sencillez, paciencia y confianza en Dios para todas las familias cristianas.

Pido al Señor que también ustedes familias sean lugares acogedores, donde cada hijo pueda crecer, no solo con buena salud, sino también en la fe y en el amor a Dios. Acabamos de escuchar el relato del evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también Él el bautismo, -escribe san Lucas- “estaba en oración” (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no solo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros.

Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre Él. En este momento podemos pensar que el cielo se abre también aquí. Por el sacramento del bautismo, cada persona entra en contacto con Jesús. El cielo se abre sobre nosotros en el sacramento. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros. Y del cielo -como dice el Evangelio- aquel día salió una voz que dijo a Jesús; “Tú eres mi hijo predilecto” (Lc 3, 22). En el bautismo, el Padre celestial repite también estas palabras refiriéndose a cada uno de nosotros. Dice: “Tú eres mi hijo”.

En el bautismo somos adoptados e incorporados a la familia de Dios, en la unidad con la Santísima Trinidad, en la comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Precisamente por esto el bautismo se debe administrar en el nombre de la Santísima Trinidad.

Estas palabras no son solo una fórmula; son una realidad. Marcan el momento en que cada persona renace como hijo de Dios. De hijo de padres humanos, se convierte también en hijo de Dios en el Hijo del Dios vivo. En la segunda lectura de esta liturgia, San Pablo nos dice: Él nos salvó “según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tit. 3, 5). Un baño de regeneración. El bautismo nos regenera, hace que pueda cambiar y mejorar nuestra vida, nos dispone a ser mejores. Ahora podemos preguntarnos por qué precisamente el agua es el signo de esta totalidad. El agua es fuente de fecundidad. Sin agua no hay vida. Y así, en todas las grandes religiones, el agua se ve como el símbolo de la maternidad, de la fecundidad. Para los Padres de la Iglesia el agua se convierte en el símbolo del seno materno de la Iglesia.

En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se encuentran estas sorprendentes palabras: “Cristo nunca está sin agua”. Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en esta familia que Él constituye hay también una madre, la madre Iglesia.

El hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Ahora, podemos llamar ya Padre a Dios, somos sus hijos y Dios es nuestro Padre. Que alegría más grande la nuestra, saber que somos hijos del mismo Dios. Por ello desde el bautismo, cuando nos acerquemos a la casa de Dios y en cualquier lugar del mundo donde nos encontremos podremos llamar Padre a Dios y por ello dirigimos a Él una oración en la Santa Misa al decir el Padre Nuestro, al decir que Dios es nuestro Padre.

En el Evangelio Juan Bautista dice: “Yo los bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero ahora surge la pregunta: ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una nueva vida. Era solo un deseo humano, un ir hacia Dios con las propias fuerzas. Ahora bien, esto no basta. En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos solo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón.

En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no solo nosotros. Dios está presente en ese momento. Pero, naturalmente, Dios no actúa de modo mágico. Actúa solo con nuestra libertad. No podemos renunciar a nuestra libertad. Dios interpela nuestra libertad, nos invita a cooperar con el fuego del Espíritu Santo. Estas dos cosas deben ir juntas. El bautismo seguirá siendo durante toda la vida un don de Dios, el cual ha grabado su sello en nuestra alma. Pero luego requiere nuestra cooperación, la disponibilidad de nuestra libertad para decir el “sí” que confiere eficacia a la acción divina.

Los niños pequeños a los que bautizamos son aún incapaces de colaborar, de manifestar su fe. Por eso, asume valor y significado particular la presencia del papá y la mamá, del padrino y de la madrina. Ellos deben manifestar su cercanía y su creencia en Dios. Velen siempre sobre los pequeños, para que al crecer aprendan a conocer a Dios, a amarlo con todas sus fuerzas y a servirlo con fidelidad. Sean para ellos los primeros educadores en la fe, ofreciéndoles, además de enseñanzas, también ejemplos de vida cristiana coherente. Enséñenles a orar y a sentirse miembros activos de la familia concreta de Dios. Para ello, los puede ayudar mucho el estudio atento del Catecismo de la Iglesia Católica o del Compendio de ese Catecismo. Este contiene los elementos esenciales de nuestra fe y podrá ser un instrumento muy útil e inmediato para crecer ustedes mismos en el conocimiento de la fe católica y para poderla transmitir íntegra y fielmente a sus hijos.

En este año de la fe, leamos y reflexionemos juntos este Catecismo que nos hará mucho bien. Pero, sobre todo, no olviden que es su testimonio, su ejemplo, lo que más influirá en la maduración humana y espiritual de la libertad de sus hijos. Aun en medio del ajetreo de las actividades diarias, a menudo vertiginosas, no dejen de cultivar, personalmente y en familia, la oración, que constituye el secreto de la perseverancia cristiana.

Termino esta reflexión dominical encomendando hoy a todos ustedes, a todos los bautizados a Dios, que nuestro Salvador, presentado en la liturgia de hoy como el Hijo predilecto de Dios y la Virgen María vele sobre todo bautizado y lo acompañen siempre, para que realice completamente el plan de salvación que Dios tiene para cada uno de nosotros. Así sea.