El amor, queridos hermanos y hermanas: Hoy dedicamos nuestra reflexión a la segunda lectura, donde encontramos un mensaje importante. Se trata del célebre himno de san Pablo al amor, tal vez el más célebre y sublime que jamás se haya escrito.

Cuando apareció en el ámbito del mundo cristiano, el amor había tenido ya diversos cantores. El más ilustre había sido Platón, quien había escrito sobre él un tratado entero.

El nombre común del amor era entones eros (de ahí los términos actuales erótico y erotismo). El cristianismo percibió que este amor pasional de búsqueda y de deseo no bastaba para expresar la novedad del concepto bíblico. Por ello evitó completamente el término eros y le sustituyó por el de ágape, que se debería traducir por caridad.

La diferencia principal entre los dos amores es esta. El amor de deseo, o erótico, es exclusivo; se consume entre dos personas; la intromisión de una tercera persona significaría su final, la traición. A veces hasta la llegada de un hijo puede poner en crisis este tipo de amor.

El amor de donación, o ágape, al contrario, abraza a todos, no puede excluir a nadie, ni siquiera al enemigo. La fórmula clásica del primer amor es la que oímos en labios de Violeta en la Traviata de Verdi cuando decía: «Ámame Alfredo, ámame cuanto yo te amo».

La fórmula clásica de la caridad es aquella de Jesús que dice: «Como yo los he amado, ámense así los unos a los otros». Este es un amor hecho para circular, para expandirse. Es una invitación a amarnos sin distinciones. La escritora francesa Francoise Sagan dijo que amar no es solamente querer, es sobre todo comprender.

Otra diferencia es esta. El amor erótico, en la forma más típica, dura poco tiempo. De la caridad san Pablo dice en cambio que «permanece», es más, es lo único que permanece eternamente, incluso después de que hayan cesado la fe y la esperanza. Entre los dos amores, sin embargo -el de búsqueda y el de donación-, no existe separación clara ni contraposición, sino más bien desarrollo, crecimiento.

El primero, el eros, es para nosotros el punto de partida; el segundo, la caridad, el punto de llegada. Empezamos con un amor de eros y terminamos con un amor de ágape, de caridad. Entre ambos existe todo el espacio para una educación al amor y un crecimiento en él. Educarnos realmente para amar, como nos lo enseñó Jesucristo. No un amor exclusivo, que distingue, sino un amor sin fronteras, un amor dado a todos. Tomemos el caso más común, que es el amor de pareja. En el amor entre esposos, al principio prevalecerá el eros, la atracción, el deseo recíproco, la conquista del otro, y por lo tanto un cierto egoísmo. Si este amor no se esfuerza por enriquecerse, poco a poco, de una dimensión nueva, hecha de gratuidad, de ternura recíproca, de capacidad de olvidarse por el otro y de proyectarse en los hijos, todos sabemos cómo acabará. Como dijo Paul Claudel, escritor y diplomático francés: La señal de que no amamos a alguien es que no le damos todo lo mejor que hay en nosotros.

Queridos hermanos y hermanas: El mensaje de san Pablo es de gran actualidad. El mundo del espectáculo y de la publicidad parece hoy empeñado en inculcar a los jóvenes que el amor se reduce al eros y el eros al sexo.

En una ocasión un joven platicaba conmigo y me decía que otro amigo lo invitaba a hacer el amor y se refería solo al sexo. Si observamos existía en ello una confusión grande sobre lo que realmente es el amor, sobre descubrir en qué consiste el verdadero amor.

Miren, la vida es un idilio continuo en un mundo donde todo es bello, joven, saludable; donde no existe vejez, enfermedad y todos pueden gastar cuanto quieran. Pero esta es una colosal falsedad que genera expectativas desproporcionadas, que desilusiona provocando frustraciones, rebelión contra la familia y la sociedad, y abre a menudo la puerta al delito. Por ello, la Palabra de Dios nos ayuda y nos invita a vivir el sentido pleno del verdadero amor. Esforzarnos por ser comprensivos, serviciales, por no tener envidia, no ser presumidos, no envanecernos, no ser groseros o egoístas, no irritarnos, no guardar rencor, no alegrarnos de la injusticia, sino gozarnos en la verdad.

El verdadero amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites. El amor dura por siempre. Por ello, aunque yo repartiera en limosnas todos mis bienes, y aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor de nada me sirve. Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que resuena o unos platillos que aturden.

Así pues, es básico entender que toda la fe y la actuación del cristiano se basan en amar. Amar a Dios y amar a sus semejantes. Lo demás son consecuencias. No podemos simplificar la palabra amar. Y para ver de qué se trata, miremos un momento al Evangelio, para ver cómo ama Jesús. Él no mira nuestros pecados como obstáculos que le impiden amarnos. Su amor por las personas va más al fondo: el pecado intenta interponerse entre el amor de Jesús y la persona: pero no lo consigue. Además, nos dice en el Evangelio: “Amen a sus enemigos, háganles el bien, préstenles sin esperar nada a cambio. Así su premio será grande en el cielo.

Como podemos darnos cuenta, debemos aprender a amar, amar de verdad, el origen de nuestra postura respecto a los demás no está en nuestra humanidad bondadosa, en un natural afectivo y cordial. Está en que hemos conocido el amor de Dios, vivimos del amor de Dios, nos sentimos queridos por Dios y no sabemos vivir más que amando, como Dios.

Termino esta reflexión dominical invitándolos a amar a todos sin exclusión, principalmente a sus familiares y conocidos. Así sea.