Quinto Domingo de Cuaresma

La Adultera perdonada Queridos hermanos y hermanas: Dice el Papa Francisco que el Evangelio de la mujer adúltera, que Jesús salva de la condena a muerte, nos da una gran enseñanza. Es sorprendente la actitud de Jesús: No escuchamos en este pasaje palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sólo palabras de amor, de misericordia, que nos invitan a la conversión. Dice Jesús: Tampoco yo te condeno, ve y de ahora en adelante no peques más. Amados hermanos y hermanas: El rostro de de Dios es el de un Padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Haz pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que él tiene con cada uno de nosotros? Esa paciencia es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, nos escucha, no se cansa de perdonarnos si sabemos regresar a Él con el corazón humillado. Grande es su misericordia, dice el Salmo responsorial. Hoy, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el pan nuestro de cada día. El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lev. 20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús -lo llaman maestro (Didáskale)-, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas. Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: Aquel de ustedes que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra (Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre. Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro (In Io. Ev. tract. 33, 5). Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, comenzando por los más viejos. Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: relicti sunt duo: misera et misericordia, quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia. Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Ciertamente, la situación de la mujer es grave. Pero precisamente de ese hecho brota el mensaje: cualquiera que sea la condición en la que uno se encuentre, siempre le será posible abrirse a la conversión y recibir el perdón de sus pecados. Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más (Jn 8, 11). En el Calvario, con el sacrificio supremo de su vida, el Mesías confirmará a todo hombre y a toda mujer el don infinito del perdón y de la misericordia de Dios. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? (Jn 8, 10). Y su respuesta es conmovedora: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario, observa: El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras. Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento. Pero no dijo eso (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: Vete y no peques más. Queridos hermanos y hermanas: La palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma, que el hombre deje cualquier situación de pecado y le interesa que sepamos que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor. Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: Vete, y en adelante no peques más. Le concede el perdón, para que en adelante no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50), acoge y dice vete en paz a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos -el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera- el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y no pecar más, para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. Por ello, quien ama de verdad, siempre es capaz de perdonar. Finalmente recordemos que el Papa Francisco les ha dicho a los cardenales que nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, el desaliento y la amargura, que la conversión de nuestra vida sea el centro de nuestra existencia y un anuncio claro de lo que significa para nosotros cambiar nuestra vida y asemejarla a la de Jesucristo, que todos tengamos el valor de caminar en la presencia del Señor. Recordemos que el Señor perdona todo, recordemos al profeta Isaías que nos dice: Aunque nuestros pecados fueran escarlatas, el amor de Dios los transformará en blancos como la nieve. Y no olvidemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos. Termino esta reflexión dominical recordándoles que en el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios nos ama y perdona cualquier pecado que hayamos cometido. Por ello, los invito a la conversión, a arrepentirse de sus pecados, no importa cuan grandes o graves sean. Dios siempre nos perdona porque nos ama de verdad. Así sea.