II DOMINGO DE PASCUA, Domingo de la Divina Misericordia

Fotografía: Especiales

Queridos hermanos y hermanas: La homilía de este segundo domingo de Pascua quiero centrarla en dos frases de dos textos bíblicos: una del Apocalipsis y la otra del Evangelio de San Juan. En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su presencia tranquilizadora. “No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1, 17-18). Miren, en cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: “No temas”; morí en la cruz, pero ahora “vivo por los siglos de los siglos”; “yo soy el primero y el último, yo soy el que vive”. “El primero”, es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; “el último”, el término definitivo de la historia; “el que vive”, el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. Les invito a que en esta semana, en el transcurso del día, en medio de nuestros afanes, dificultades y problemas digamos: “Jesús, en ti confío”. Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos». Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm. 5,20)». Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es inmensa, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Por ello el Papa Francisco nos dice: Qué hermosa es la misericordia de Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía. La segunda frase corresponde al evangelista San Juan. Cuando Cristo se aparece a sus discípulos les dice: “La paz esté con ustedes”. Cristo les regala la paz, su paz. La necesitaban, porque estaban encogidos por el miedo. La necesitaban, para aquietar su mente y su corazón en el presente y de cara al porvenir. A todos los presentes, Dios les da la paz, no sólo a unos pocos privilegiados. Una paz que de ahora en adelante nadie les quitará, ni siquiera las tribulaciones o la muerte. Este don de la paz que Cristo ofrece a los discípulos, también es para todos nosotros. Cristo nos ofrece su paz y nos invita a trasmitirla a los demás, estamos llamados a ser instrumentos de su paz. La paz es el don por excelencia de Cristo crucificado y resucitado, fruto de la victoria de su amor sobre el pecado y sobre la muerte. Termino esta reflexión dominical invitándolos a confiar plenamente en el Señor, a confiar en Dios, en cualquier situación que vivamos y a recibir la paz que Cristo nos ofrece, sabiendo que nadie nos la quitará, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor. Así sea