III Domingo de Pascua

Después de la Resurrección del Señor, los apóstoles se han ido de Jerusalén a Galilea,. Están junto al lago, en el mismo lugar donde un día los encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su tarea. San Juan, en el Evangelio del domingo nos relata que eran siete los discípulos del Señor que se encontraban juntos. Entonces Pedro decide ir a pescar y los demás le siguen. Pero aquella noche no pescaron nada.

En la madrugada se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta que era Jesús. Están a unos cien metros del Señor. A esa distancia no se distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz y les pregunta: «¿Tienen algo de comer?»

Le contestaron: «No». Jesús les dice: «Echen la red a la derecha de la barca, y encontraran». Y Pedro obedece.

Echaron la red y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan entonces le dice a Pedro: «Es el Señor».

Y Pedro, que se había estado conteniendo hasta ese momento porque interiormente ya presentía que era Jesús, salta como impulsado por un resorte. No espera que la barca llegue a la orilla. Se ciñó la túnica y se tiró al agua. Los otros discípulos volvieron a la costa con la barca, arrastrando la red colmada de peces.

Fue el amor de Juan el que distinguió primero al Señor en la orilla. Ese amor que ve de lejos y que capta las delicadezas. Aquel apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, fue el que exclamó: «Es el Señor».

Durante toda la noche, los apóstoles por su cuenta y sin contar con la presencia del Señor, habían trabajado inútilmente.

Perdieron el tiempo. Por la mañana, en cambio, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta su trabajo, las redes llegan repletas a la orilla.

En cada jornada nuestra ocurre lo mismo, en ausencia de Cristo, el día es noche; el trabajo se vuelve estéril. Una noche más, totalmente vacía. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den frutos.

Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. Las penas y las enfermedades, adquieren un valor que supera el dolor.

La convivencia con nuestro prójimo se vuelve, junto a Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien.

Nuestro drama como cristianos comienza cuando no vemos a Cristo en nuestras vidas. Cuando por falta de amor al Señor se nubla el horizonte y hacemos las cosas como si Jesús no estuviera junto a nosotros. Como si Cristo no hubiera resucitado.

Debemos pedirle siempre a María que sepamos distinguir a Jesús en los acontecimientos de todos los días. Que aprendemos a decir muchas veces, como Juan: ¡Es el Señor!. Y esto, tanto en las penas como en las alegrías, en cualquier circunstancia.

Que la Virgen nos a que junto a su hijo, Jesús, seamos siempre sus discípulos, en todos los ambientes y situaciones.

Continúa el evangelio relatando cómo en su última aparición, poco antes de la Ascensión a los Cielos, Jesús resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño y guía de la Iglesia. También le profetiza que, como el buen pastor, también morirá por su rebaño.

Cristo confía en Pedro a pesar de sus tres negaciones en la madrugada del viernes en que condenaron a Jesús. Solo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor quiere confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con sus obras.

La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa en ese momento a Pedro: El ha de continuar la misión del Señor,… ser su representante en la tierra.

Las palabras de Jesús a Pedro: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y «apacentar», equivale a dirigir a gobernar. Pedro queda constituido en Pastor y guía de la Iglesia entera.

Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

Sobre el primado de Pedro, la roca, estará asentado hasta el fin del mundo el edificio de la Iglesia.

El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles relatan que cuando Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, la Iglesia oraba incesantemente por él.

Nosotros también debemos rezar por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia. En todas las misas pedimos al Señor por su persona y sus intenciones

Pidamos a María que siempre podamos decir con sinceridad: Gracias, Señor, por el amor al Papa que has puesto en nuestros corazones