Cuánto amor anónimo y solidaridad no pedida implica esta pandemia.

Fotografía: Especiales

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Hoy, esta pandemia del Covid-19 nos ha retado a todo el mundo para revisar nuestra manera de pasar por este Planeta, la Casa Común que hemos maltratado gravemente y que está reaccionando, con dolor nuestro, para devolverle la armonía al hombre en su relación con Dios, con los demás hombres y con nuestro Planeta llamado Tierra.

Se cerró el Santuario de la Virgen de San Juan, el segundo más visitado de México, pero antes que él, se han cerrado muchos más. ¡Qué más emblemático que la Basílica de San Pedro en Roma! Vacía de peregrinos, deambulando solo el Papa Francisco.  Pero, volviendo a San Juan, el aislamiento responsable que debemos guardar y que cerró las puertas de nuestro Santuario Catedral, en un breve mandato de guardarnos todos, y más, los de la tercera edad, nos hace preguntar ¿qué podemos hacer más de lo que ya hacíamos? ¿Acaso, como tantos en nuestra patria, estamos desempleados? Qué gran oportunidad tenemos todos de preguntarnos: ¿Somos lo que hacemos o somos más que lo que hacemos? Estoy seguro que todos somos personas, no trabajadores anónimos.

La epidemia nos está avivando el afán por sobrevivir. Y para sobrevivir hay que dejar, sobre todo, las cosas, importan más las personas. En esta epidemia la muerte es más muerte que todos los días. Las noticias parecen ser todas malas noticias.

Hoy, nos auguran a los vivos que, si no nos quedamos en casa, viviremos la muerte en soledad y lloraremos a nuestros muertos en la ausencia. Extraña cosa sucede ahora, los viejos ya no somos “despojos,” merecemos cuidados y, en situaciones extremas, debemos ser los primeros en morir como héroes sin corona.

Nunca como ahora, están llamados los médicos y todo su ejército de salud, a ser santos mártires que salvando vidas, arriesgarán su vida. Cuánto amor anónimo y solidaridad no pedida implica esta pandemia.

A los sacerdotes, sin campanas, con templos y salones vacíos, nos retan a buscar dentro de nosotros mismos, lo mejor de nuestro sacerdocio: a orar, orando con los demás. Es la hora de suplicar con una fe solo prendida en Dios. Es la hora de utilizar los medios virtuales de comunicación para anunciar el Evangelio que es camino, verdad y vida. No basta con predicar el evangelio de la cruz sin predicar el final feliz de la resurrección. Nuestra esperanza ha de tener paciencia para sufrir, pensando que muere para ser más vida y vida para siempre.