La vocación sacerdotal: Un gran misterio

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Por: José de Jesús Hernández Torres                                

La vocación sacerdotal un “maravilloso intercambio” entre Dios y el hombre.

 La vocación sacerdotal es  un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre.  La vocación es el misterio de la elección divina: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16).

El hombre es tomado de entre los hombres. El Señor  lo llama, no por ser el mejor, no por sus bastas cualidades y talentos, no por ser más digno que el resto de los hombres, sino porque es el Señor quien lo elige, en su realidad de creatura finita, para servirle  al servicio de su pueblo como administrador de sus misterios.

La vocación sacerdotal es el misterio de un “maravilloso intercambio” entre Dios y el hombre. Este ofrece a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo.

Aunque  las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo, podemos reflexionar sobre dos preguntas, entrelazadas una con la otra, que nos ayudaran esbozar algunos de los rasgos propios del sacerdote.

La primera, ¿qué significa ser sacerdote? Según San Pablo, significa ante todo ser administrador de los misterios de Dios: “Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.  Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles’’ (1 Co 4, 1-2).

El administrador no es el dueño, sino aquel a quien el dueño  confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad. Precisamente por eso el sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas a las cuales es enviado. Se trata de los bienes de la fe. El sacerdote, por tanto, es el hombre de la palabra de Dios, el hombre del sacramento, el hombre del “misterio de la fe’’.

La segunda pregunta a responder,  ¿quién es el sacerdote? San Juan Pablo II en su libro “Don y Misterio” responde esta pregunta detallando algunos rasgos que a continuación se desarrollan:

Ministro de la misericordia

¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! En el confesionario cada sacerdote se convierte en testigo de los grandes prodigios que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la conversión.

Un hombre en contacto con Dios

Como administrador de los bienes, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios. La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre es como elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido el profeta Isaías.

Llamado a la santidad

En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia

De aquí surge la particular necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y al mismo tiempo es la respuesta a esta santidad.

El sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico.

Hombre de la Palabra

Para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador.

Los hombres de hoy esperan del sacerdote antes que la palabra “anunciada” la palabra “vivida”. El presbítero debe “vivir de la Palabra’’. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar también intelectualmente preparado para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente.