Con motivo de nuestras fiestas de agosto pintura regional alteña de nuestras fiestas y ferias patronales de ayer

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Patrimonio de nuestra cultura alteña son nuestras fiestas patronales siempre acompañadas de una feria. Nacieron en la época colonial en la Nueva España, y, entre nosotros, en la Nueva Galicia, cuando Jalisco y otros estados vecinos formaban parte de este reino muy singular.

En nuestra región, sin duda, san Juan Bautista; por su singular imagencita de Nuestra Señora de San Juan, entregada por los religiosos franciscanos hacia 1542, fue una grande inspiración para las fiestas religiosas en todos los poblados alteños que presumían cada año al santo que los patrocinaba, ya sea titulado por la Iglesia o aclamado por sus devotos del pueblo y de fuera.

En esos primeros tiempos, tenían siempre mayordomos escogidos para solventar los gastos más fuertes y comités que coordinaban la buena marcha de todos los eventos y encomiendas. Y mejor lucía el santo patrono si contaba con su propia cofradía.

Las fiestas aprendidas de España solo eran religiosas, ninguna mundana. Y eran celebradas con un novenario de misas trinadas y rosarios cantados. Invitaban cada día a un sacerdote con el don de la predicación y con el fin de que hablara más fuerte del santo festejado.

Parte de la fiesta era: la cera que quemaban y que ofrecían; los pebeteros que llenaban de buen olor y humo el recinto sagrado. Y lo que nunca faltaba, eran los manojos de flores. Las fiestas patronales eran tiempo de vacas gordas, tiempo en que las arcas sagradas se abastecían de muchas limosnas.

La iluminación interna era a base de candiles con luz de velas. Y la externa con hachones de cebo o de alquitrán y esparto. Se adornaba el interior del templo con festones vegetales, telas preciosas y papeles de colores.

Muy consentido y regalado era el altar con frontales primorosos, bordados a mano, y rematados con los blanquísimos manteles, resplandeciendo en sus repliegues el toque mágico del azul añil.

Las entradas a la misa o al rosario, eran de cauda regia en que desfilaban los variados estandartes que acompañaban al santo chiquito, pero igualito al santo homenajeado. Iban estas banderas bien acuerpadas, cada una con sus cófrades, sin faltar los danzantes, las chirimías y demás músicas variadas.

A la postre de todos los fieles que entraban como peregrinos visitantes, seguían los celebrantes sagrados, invariablemente anunciados por la cruz alta y los ciriales. Y, ya adentro, seguía la algarabía de cantos, de himnos y de vítores, capitaneados por improvisados corifeos demandando vivas y aplausos para el santo festejado.

Pero no todo era adentro del templo, afuera seguía la fiesta o, mejor dicho, la otra fiesta. El día de la festividad, para darle un sabor religioso, la procesión de entrada era el último acto del desfile santo, que podía darse por las calles principales que enmarcaban al pueblo. Y la anunciaban graciosas las españolas gigantillas o monos ambulantes mexicanos, los músicos por las calles, y las corridas de toros, que no entraban en la procesión, pero sí eran de su mucha devoción. Todos estos gestos, muy populares, fueron continuados en nuestros pueblos por los criollos españoles. Y luego fueron enriquecidas por diversiones mexicanas, por ejemplo: las charreadas y demás juegos campesinos. En esa fecha, el pueblo se multiplicaba, de extraños y entrañables hermanos, movidos por la devoción y la diversión.

Los pasos españoles, en nuestros desfiles, se convirtieron en carros alegóricos, en los que paseaban hermosos y muy piadosos a nuestros santos. La fiesta del desfile consistía en ver y en ser vistos, a los que gallardos y saludadores pasaban, como parte del desfile, y a los que curiosos y comentadores los miraban y admiraban al pasar, pero ninguno como el santo festejado. Los más reconocidos, muy aparte del santo, eran los charros montados, las músicas de viento y las bandas de atronadoras trompetas y tambores, bruscamente conjugadas, con el ballet mexicano de nuestras exóticas danzas siempre sagradas.

Al terminar la misa y los rezos, salvo las beatas, todos salían a la otra fiesta o mejor dicho a la santa feria que se concentraba entera en la plaza de armas y, a la hora de las vendimias y de la diversión, ocupaba una ampliación en las calles aledañas.

Las añoradas “peñas españolas” se revivían en la música de viento y otras bandas y conjuntos presentes, pero no invitados a la procesión. Y congregaban a la gente al placentero estar entre la gente, cuidando y envidiando a los más jóvenes que jugaban al amor en una serenata que daba vueltas sin final.

La feria de la fiesta, toda esta se resolvía en: comida, compras y diversión. ¡Ay! se me olvidaba contar que la fiesta y la feria, eran un digno lugar para una gratis exhibición de los “estrenos” que olían a nuevo. El traje nuevo era obligatorio para que a los parroquianos le supiera a fiesta, la fiesta. Y no podía faltar la kermés, con la cena más exquisita casera y su variado menú alteño, de: pozole rojo, tamales, champurrado, tacos dorados, sopes y enchiladas, acompañadas de las aguas frescas de frutas y de jamaica roja o de chía en limonada.

Los juegos eran la telaraña que atrapaba a los niños. La lotería era para los novios y las esposas reposadas y los juegos mecánicos para los más atrevidos y valientes. Y muy a escondidas del señor cura y con la bendición del diablo, siempre había un rinconcito para los vicios, por cierto, muy visitado por los hombres, unos que presumían y otros que aprendían a serlo.

Y si los cohetes y campanas daban el inicio de la fiesta, los castillos y la pólvora de colores daban también su final. Muy de mañana terminaba la noche de la fiesta… Y, ya sin la fiesta, la feria también.