A veces creemos que la única manera de representar un sonido es con una nota, que  la manera de representar un olor es con un aroma, al igual que la vista cuando se pueda deleitar con el color. El cuadro de El Grito de Munch nos grita en colores y líneas, lanza el sonido de la desesperación y el desencanto en un trazo fascinante.

La desesperación puede ser por ello el grito extremo que no necesita el sonido para recordarnos que este amargo trago de vida devasta la existencia en un solo segundo. ¿Qué hacer contra la desesperación? ¿Cómo se puede aprender un sentido de la vida en condiciones a veces adversas? La clave está en esta pintura, el grito, pero no cualquiera, el grito cruel de un alma que necesita demostrar que su humanidad está dolida.

Es necesario que poco a poco aprendamos a leer el grito que no usa sonido, el grito que se narra en líneas y colores de lo cotidiano. ¿Cuántas personas no nos dicen lo que les pasa, cuántas personas nos piden ayuda en silencio? Con un gesto, con una mirada, con una llamada de auxilio silenciosa. Que nos piden ser humanos por un momento para vernos a los ojos y leer detrás del silencio.

El Grito nos lleva a una enseñanza concreta, Munch supo leer, o más bien, recordarnos que podemos leer fuera de la caja, que tenemos la capacidad de interpretar para poder ayudar. Y cuánto bien nos haría esto, cuánto beneficio traería a nuestras vidas el saber que detrás de un “no pasa nada” se esconde el dolor de un alma que quiere ser escuchada y comprendida, un alma que no puede expresarse con franqueza por miedo o por intriga. ¿Y si estuviera alguien allí para escucharla, para decirle a esa persona lo valiosa que es o lo necesario que puede resultar que se exprese? Esta necesidad guarda el secreto que nos humaniza, que nos recuerda cómo leer el grito de los demás•