XVIII domingo ordinario

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Jesús no quiere ser juez de causas perdidas. Jesús es demasiado listo y cuando le piden que resuelva un asunto de herencias, sabe que eso no tiene solución. Siempre habrá alguien que proteste, que piense que le están engañando, que crea que lo de sus hermanos vale más que lo suyo. Y eso que ocurría entonces nos ocurre también ahora. ¡Cuántas familias se han llevado bien hasta el reparto de la herencia! A partir de entonces, dejan de hablarse. Y, en este asunto, los grandes perdedores son los padres. Ellos han luchado, han trabajado a lomo caliente por sus hijos, por dejarles un modo de vida más confortable que el que ellos tuvieron. Y ese esfuerzo tan generoso sólo ha servido para dividir a los hermanos. ¡Qué fracaso! ¡Qué decepción! Y todo porque se sigue creyendo que el dinero abre todas las puertas. Y no caemos en la cuenta de que nos cierra la puerta más importante: la puerta del corazón.

El afán de dinero nos despersonaliza. Si caemos en la cuenta, ese rico que ha tenido una gran cosecha no habla con nadie; sólo habla consigo mismo: ¿Qué haré? Ya sé qué haré: “construiré grandes graneros”. “Diré a mi alma”: tienes bienes para muchos años. Come, bebe, banquetea…Allí no aparecen ni su esposa, ni sus hijos, ni sus padres, ni sus amigos. Sólo él y su alma. Cuando uno habla solo, solemos decir: éste anda mal del tejado. Por lo demás, si la persona está hecha para el diálogo, la conversación, la comunicación…aquí tenemos a un hombre disminuido, discapacitado. Un hombre que no era hombre. Es verdad que sabe agranda sus graneros, pero no sabe ensanchar el horizonte de su vida. Acrecienta su riqueza, pero empequeñece y empobrece su vida. Acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar. ¿Qué hay de humano en esta vida? El evangelio es la mejor escuela de “humanidad”. Al evangelio deben acudir todos: los creyentes y los no creyentes. El evangelio nos habla de Dios y del hombre. Nos diviniza y nos humaniza.

Dichoso el que es rico con la riqueza de Dios. Creo que es éste el verdadero sentido de las Bienaventuranzas. Uno no puede ser feliz por ser pobre, por llorar, por sufrir, por pasar necesidades. Uno es dichoso porque Dios es su verdadera riqueza, su verdadero tesoro. Las bienaventuranzas, antes de ser dichas, han sido vividas por Jesús. Habla desde su propia experiencia personal. Ahora bien, el que tiene a Dios en su corazón, un Dios que es Amor, necesariamente su corazón rezuma paz, alegría, bondad, ilusión, dulzura. Y eso lo vive y lo contagia. Esas personas son un verdadero tesoro para la humanidad. Y alcanzan la verdadera realización personal.