DOMINGO DE PENTECOSTES

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Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.

Hoy celebramos una de las fiestas mayores del calendario litúrgico: Domingo de Pentecostés. La Iglesia aclama incesantemente en este día: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos en el mismo lugar”. Y reza pidiendo: Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

 

El día de la llegada del Espíritu Santo sobre los apóstoles, ellos vivían en su corazón circunstancias muy especiales. La fiesta de Pentecostés ya se celebraba desde el Antiguo Testamento y recordaba la entrega de las tablas de la ley que Dios le dio a Moisés en el Monte Sinaí. Esta celebración los tenía a los apóstoles congregados en el Cenáculo pero el ánimo de ellos no estaba para festejos. Pesaban sobre los discípulos del Señor los recuerdos de los últimos años vividos con Jesús.

 

Ellos habían sido elegidos uno a uno por el Señor para ser sus apóstoles. Habían vivido tres años con El. Jesús les había enseñado a orar al Padre. Habían sido testigos de los milagros, … de las curaciones, … de la resurrección de Lázaro.

 

Habían compartido muchas veces su mesa, y durante la Última Cena, Jesús les dejó el mandamiento nuevo del amor y la Eucaristía.

 

Después… el desastre. Jesús les había anunciado su muerte en la Cruz y su Resurrección al tercer día, pero es que acaso le habían creído plenamente?

 

Sólo Juan estuvo presente en el calvario. Y luego de la Resurrección, encontramos a Tomás pidiendo meter los dedos en las heridas del Señor para creer. Y a los discípulos de Emaús, recorriendo un largo camino con el Señor, sin reconocerlo hasta que sentado a la mesa con ellos, partió el pan y se los dio.

 

Luego, fueron 40 días de Jesús resucitado con su cuerpo glorioso, apareciéndose a los apóstoles una y otra vez, comiendo con ellos, haciendo nuevos milagros como el de la pesca milagrosa. En una palabra, confirmándolos en su fe.

 

Y fue el anuncio del Señor de su próxima Ascensión al Padre, y el envío del Espíritu Santo.

 

Y cuando el Señor sube a los cielos, encontramos a los apóstoles invadidos de la duda y del desánimo por la ausencia de su Maestro, reunidos en el Cenáculo por la fiesta de Pentecostés.

 

En el relato de la primera lectura de la misa de este Domingo, el apóstol San Lucas, nos describe en detalle la Escena.

 

Con la llegada del Espíritu Santo, los apóstoles experimentaron en sí la fuerza de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Jesús y en sus limitaciones, habían acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo en su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de Verdad, que les hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron y lo dejaron sólo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, audaces. La fe y la palabra de los apóstoles resuena firme por las calles y plazas de Jerusalén.

 

Pero la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la historia de hace dos mil años.

 

Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que el Espíritu Santo está con nosotros desde Pentecostés, todos los días de nuestras vidas, hasta el fin de los tiempos, así como lo está también Jesús.

 

Dios está en nosotros y con nosotros. Está en nuestras manos para que podamos construir una sociedad más justa. Está en nuestras mentes para que podamos reflexionar sobre lo que es bueno y lo que es verdadero. Está en nuestro corazón para que podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor. Vive en nosotros con la plenitud de la vida junto a Dios que Jesús hizo suya, aun como hombre, desde el momento de la Ascensión; vive en nosotros por el don del Espíritu Santo: “la extraordinaria riqueza de su poder”, como dice San Pablo. La riqueza de su poder hacia nosotros los creyentes. Vive en nosotros con la eficacia de su fuerza.

 

Si mirando hacia lo alto, y contemplando la realidad definitiva de la vida futura en el cielo, encontramos a nuestro alrededor tantas cosas que podríamos lamentarnos acá en la tierra, tantos motivos de pesimismo y de desilusión o de desconfianza, tenemos que aprender a mirar a Cristo en nosotros, que se nos da por el don de la venida del Espíritu Santo en nuestro corazón. Entonces podremos descubrir la eficacia de su fuerza operante en la Iglesia. La veremos en todas aquellas realidades de la vida de la Iglesia en la que se manifiesta el poder del Espíritu y de su amor.

 

Contaba un sacerdote cuya canonización está en marcha, que un día un amigo suyo que no tenía fe le dijo frente a un mapamundi: mire esto, de norte a sur, y de este a oeste. Mire el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en la vida de los hombres su doctrina y vea los resultados. Y este sacerdote cuenta que al principio se llenó de tristeza al considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor, y que entre los que lo conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran. Pero que esa sensación le duró solo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente en el mundo. La redención, por El realizada, por la fuerza del Espíritu Santo, es suficiente y sobreabundante