Al árbol se le conoce por sus frutos…

En el evangelio de hoy San Lucas pone en labios de Jesús una serie de proverbios y refranes de estilo sapiencial. De todos ellos destaca la insistencia en superar todo género de autocomplacencia e hipocresía al momento de juzgar o querer corregir al hermano… Efectivamente, si Dios procediera como un juez implacable, estaríamos todos perdidos. Afortunadamente Él no se fija tanto en lo que somos o hemos sido sino en lo que intentamos ser, es decir, en nuestro esfuerzo sincero por pasar de ser malos o mediocres a ser buenos y mejores… En esta línea de intenciones, la primera lectura señala un criterio que es norma de sabiduría para enjuiciar a una persona: la palabra que sale de su boca. Esta palabra se convierte así en criba que decanta, en horno que acrisola y en fruto que delata al árbol del que procede.

No cabe duda, nuestras conversaciones nos delatan: de la abundancia del corazón habla la boca… Por eso en nuestro tiempo y en nuestro medio se habla tan poco de los valores superiores, humanos y espirituales, tales como: la solidaridad y la fraternidad, el diálogo y la convivencia, el compartir y la justicia, la paz y la unidad, la fe y la religiosidad, la responsabilidad y la colaboración ciudadanas… Cristo, en cambio, se remite al interior de la persona y a las palabras que lo reflejan. Por tanto –y para no “andarnos por las ramas”– hemos de ir a las raíces y a las obras. Hemos de bajar al fondo de nuestro corazón para descubrir su maldad o su bondad, su mentira o su verdad, su esterilidad o su fecundidad.

¿Y cuáles son los frutos por los que se conoce al discípulo de Jesús? Los que hemos venimos meditando en estos últimos domingos: la práctica de las bienaventuranzas, el amor al enemigo, el dar sin pedir ni esperar nada a cambio, el no juzgar ni condenar a los demás constituyéndonos en sus censores, sin haber convertido el propio corazón o, al menos, sin intentar una seria mejora personal… Del corazón humano no pueden salir más que palabras y acciones estériles. Por eso necesitamos un «proceso» de interiorización para que la calidad y fuerza de la savia evangélica arraigue en nosotros… Necesitamos el silencio interior y exterior para llenarnos de Dios. Necesitamos desesperadamente el silencio y la oración para captar la presencia y la voz de Dios en nuestra diaria existencia, humana y cristiana.