VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

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Jesús, viene así a suprimir la Ley del Talión del Antiguo Testamento, la que decía: «Ojo por ojo y diente por diente». Según ella, era lícito causar al otro el mismo daño que él había producido. Por exagerado que parezca, esta ley trajo al principio una mejora para el comportamiento de la sociedad, ya que estableció que el castigo no podía ser mayor que el delito. Con esta ley se cortaba la cadena de venganzas, donde el daño era cada vez mayor. Pero Jesús trae un nuevo y definitivo avance en la moral, mandando perdonar y superar el orgullo. Jesús reemplaza «la Ley»por «la misericordia». Por eso, si la ley del talión podía responder a un espíritu de antigua justicia, no responde al espíritu de Evangelio, que es espíritu de amor, ni responde al concepto de justicia que hallamos en las palabras de Jesús. No se trata de que exista siempre la obligación de renunciar ala defensa razonable de los derechos personales. Jesús mismo, durante la pasión, le responde al sirviente de Anás: «Si he hablado mal, prueba en qué, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» Cuando algo es injusto, debe señalarse. Pero sin odio. Sin rencor. Sin venganza. Muchas veces no solamente dejamos de perdonar cosas graves, sino que nuestro orgullo nos lleva a exagerar ofensas que objetivamente carecen de importancia. Nos sentimos heridos por hechos que con frecuencia fueron hechos sin mala intención, y que quienes nos rodean, ni lo notaron. Pero nosotros, rápidamente los consideramos como ofensas inadmisibles. Jesús nos dio su ejemplo para que seamos simples…, sencillos. Que evitemos ser susceptibles o rebuscados. Que no nos sintamos ofendidos por cualquier cosa que se nos dice, o se nos deja de decir. La actitud que nos propone hoy Jesús de no-violencia, de no hacer frente a los agravios, distan mucho de ser actitudes de debilidad. Por el contrario para poder cumplirlas, se necesita de una gran fuerza interior. ¡Debemos vencer en nosotros el espíritu de venganza!

No se domina el mal cuando se le responde con la misma dureza. El mal recibido, queda siempre, en el fondo, exterior a nosotros… pero cuando lo hace uno mismo, al devolverlo, el mal gana una victoria suplementaria: entra en nosotros. Jesús abre otro camino a la humanidad: vencer el mal con el bien, responder al odio con el amor. En el Antiguo Testamento, en el Libro del Levítico se mandaba al pueblo elegido «amar al prójimo». El «guardar rencor a los enemigos» no viene de la Ley de Moisés. Las palabras de Jesús aluden a una interpretación generalizada entre los rabinos de la época, los cuales solo consideraban como prójimo a los israelitas. Jesús enseña claramente en la parábola del buen samaritano que prójimo es todo hombre, sin distingo de condición alguna. Este amor de que nos habla Jesús es un tema frecuente en el evangelio. El pasaje de hoy recapitula las enseñanzas anteriores del Señor. El amor al prójimo nace del amor que Dios nos tiene. Como el amor de Dios, nuestro amor debe ser siempre sin condiciones. Si somos conscientes de que Dios nos ama y nos perdona, ahora y siempre, debemos amar ahora y siempre a los demás, incluso a nuestros enemigos. Amar a Dios es amar como hijo y amar como hijo de Dios es amar al otro como Dios me ama a mí. Debemos comportarnos con el otro como Dios se comporta conmigo, rechazando la violencia, como nos lo enseña Jesús. Nuestro amor al hermano más necesitado, nos debe llevar a luchar por él y con él, por su dignidad y por sus derechos, por una vida mejor, por una verdadera justicia y paz. El Señor nos enseña que los cristianos no debemos tener enemigos personales. El único enemigo para un cristiano es el mal,… el pecado,… pero no el pecador. Este precepto fue seguido por el mismo Cristo con los que lo crucificaron, y es el que sigue con los pecadores. Los santos han seguido el ejemplo del Señor. San Esteban, el primer mártir de la Iglesia oraba por los que estaban por matarlo. Amar y rezar por los que nos persiguen y nos atacan es la cúspide de la perfección cristiana. Este es el signo que debería distinguir a los hijos de Dios.