Aún después de la Humanidad Ciborg, el amor encuentra su camino

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Por: Presbítero Erminio Gómez González

 

Nos encontramos en medio de una de las más grandes transformaciones culturales que ha experimentado la humanidad: la revolución tecnológica. Por sus drásticos efectos, algunos pensadores la han equiparado con otras revoluciones, como la iniciada con la aparición de la escritura o la suscitada con la invención de la imprenta. El momento transitorio de esta revolución se ha prolongado por décadas, y sus derroteros permanecen tan insospechados e indefinidos ahora como desde sus inicios. Además de los evidentes efectos de la actual revolución tecnológica en la naturaleza y en las sociedades contemporáneas, a las cuales ha impactado y configurado profundamente, hay otro efecto no tan evidente pero igual de drástico: un impacto directo en la humanidad misma y que ha terminado por transformarla radical e irremediablemente. A esta transformación de la humanidad algunos autores han convenido en llamarla la ‘humanidad ciborg’.

La humanidad ciborg es la humanidad tecnológicamente configurada, es decir, cuya vida y desarrollo, en todos sus aspectos y dimensiones, no es posible sin la tecnología. El cine de hace varias décadas, con su atractivo cargo de futurismo, nos dejaba ver imágenes de esta configuración que resaltaban por su espectacularidad: seres humanos con grandes prótesis robóticas —frecuentemente adaptadas con motivos bélicos— que, dependiendo del porcentaje de la masa corporal que abarcaban, o de la parte u órgano que reemplazaban —pensemos en los casos en los que partes como el cerebro eran sustituidas en su totalidad o eran intervenidas y controladas mediante algún dispositivo o chip—, siempre terminaban introduciendo el dilema de qué tan humano o qué tan robot o máquina seguía siendo ese personaje. Sin embargo, esta espectacularidad hace que el resto de los casos que no cuentan con ella resulten opacos o pasen desapercibidos frente a nuestras miradas, y que no los veamos como casos de seres humanos tecnológicamente configurados o, como ya desde hace algunos años se viene denominando técnicamente, ‘ciborgs’. En realidad, estos casos nos alcanzan a todos los seres humanos o, al menos, a todos los que hemos tomado parte o padecido de alguna manera los influjos del mundo moderno. Sin acudir a los casos más espectaculares, pensemos simplemente, por ejemplo, en todas aquellas personas que hemos recibido algún tipo de vacuna, que no es sino una aplicación biotecnológica que termina por reconfigurar nuestro sistema inmunológico.

La humanidad ciborg supone una asimilación o incorporación de la tecnología por parte de los seres humanos a su propio cuerpo, que es aquello que les permite estar en el mundo, y una configuración de su propia vida a partir de la tecnología. No se trata solamente de un uso o utilización de la tecnología por parte de la humanidad en el sentido de una relación con un instrumento externo o ajeno a la humanidad misma; se trata más bien de una transformación o reconfiguración de la misma humanidad causada por la tecnología, reconfiguración que no podría haberse efectuado si no hubiera dado una internalización de la tecnología por parte de la humanidad, hasta llevarse a cabo una asunción o inoculación. El ser humano ha incorporado la tecnología a su propio cuerpo y, con ello ha terminado transformándolo, generando nuevas capacidades, inhibiendo otras; alcanzado nuevas marcas, echando a los anales de la historia otras; satisfaciendo varias de sus necesidades, pero generando varias otras más, etcétera. Pero esta incorporación de la tecnología también se ha dado en las demás esferas y dimensiones de la vida de los seres humanos que van más allá de lo estrictamente físico, fisiológico o corporal. Los ámbitos de la comunicación, de la educación y del aprendizaje, del trabajo y del desempeño laboral, del comercio y del mercado, del entretenimiento y de la recreación, de la apreciación estética y del arte, y hasta de la creencia religiosa y de la fe —pensemos en todas esas redes virtuales, foros, sitios web, podcast, etcétera con motivos religiosos, como el de unirse para alguna plegaria u oración, o el de difundir y dar a conocer un mensaje de cierto líder religioso, como el Papa— han encontrado, de diversas maneras y modalidades, una configuración tecnológica.

Esta situación no deja de ser problemática e intrigante. A muchos de nosotros podrían asaltarnos muchas dudas y preguntas, entre ellas qué tanto esta transformación de la humanidad no ha significado en realidad una deshumanización. Y en la línea de indagar en torno a una posible respuesta a esta pregunta, recurramos a una de las cosas que definen más radicalmente al ser humano: el amor. El amor es una de las fuerzas cuyo poder atraviesa de cabo a cado toda la condición humana, desde el ámbito incontrolable de lo pulsional hasta las esferas volitiva e intelectual que nos empeñamos en domeñar y tornar dirigible. Tanto en la literatura como en el arte, desde sus inicios, se ha puesto de manifiesto el carácter incontrolable de esta fuerza. Desde las figuras más patéticas y apasionadas hasta los sacrificios más heroicos e inspiradores han dejado en claro que el ser humano se haya irremediablemente sometido a esta fuerza que emerge desde el fondo misterioso e ininteligible de su propia condición, y que encuentra en ella, de una u otra manera, el motivo último de la su existencia y el mayor de sus empeños antes de morir (Albert Camus). Aún en medio de la revolución tecnológica de los últimos años, el amor ha encontrado un camino para seguir estando presente en la vida de los seres humanos, incluso en su actual condición de ciborgs. Millones de millones de mensajes, imágenes, emoticones, memes, fotografías, videos, declaraciones, cartas, canciones, sonetos, poemas, opiniones, columnas, historias, llamadas o videollamadas, notas, artículos, y reflexiones como esta que versan sobre el amor o intentan ser un vehículo o una expresión de él inundan el océano de Ciberia, figurando ya sea apaciblemente ya sea de modo frenético y arrebatado, ya de manera tierna y romántica ya de forma violenta o grotesca, en los más diversos sitios web.

El amor es un haz del Eterno Infinito circunscrito en la finitud y precariedad de ser humano. En eso se resume el misterio cristiano de la encarnación: el amor infinito que se vuelve carne frágil y finita. Las actuales tecnologías de la información y de la comunicación, con todas las posibilidades que abren, no hacen sino revelar, bajo nuevas e inusitadas modalidades, el drama en el que se baten las personas para expresar y comunicar algo que sienten y experimentan, algo de lo que son inexorablemente presas, pero que no terminan de entender ni mucho menos controlar. En todo caso, aun sin saberlo, dichas personas experimentan una fuerza que proviene de lo alto y que, haciéndose nada en nosotros, anima en todo momento a la humanidad entera a abrirse paso por los caminos de la historia y a afrontar todos sus cambios y transformaciones.