“Una madre es para siempre”

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Dios culminó su creación poniendo como reyes al hombre y a la mujer. Pero… aunque los dos iguales en dignidad, sólo a la mujer engrandeció al hacerla madre y no padre. Fue, pues, la mujer enriquecida en su alma, en su cuerpo y en su corazón para ser Madre. Por eso, de un hijo, más es la mujer, carne de su carne y huesos de sus huesos.

Sólo una Madre y su Hijo, con todos los sentidos, iniciaron, en el vientre maternal, el diálogo del amor y la danza festiva con que, desde adentro, el hijo anuncia que está vivo y muere por nacer. Sólo una Madre, de sus inagotables pechos, amamantará al Hijo que no se cansa de comer.

No cabe duda que el paraíso terrenal de los nueve meses en su vientre maternal han sido el primero y el mejor regalo. Ahí se dio la maternidad más intensa y el juego más divertido cuando el corazón palpitante de la madre le dio la cuerda aquel diminuto corazón, para vivir los dos, al mismo ritmo del amor.

Y algo más maravilloso sucedió, cuando, sintiéndolo todo, por su Madre, el hijo conoció al mismísimo Dios “en quien nos movemos, somos y existimos.” En ese instante Dios tuvo el rostro de nuestra Madre. Y por ella ¡qué maravilla!, vimos, oímos y tocamos a Dios. A nuestro primer llanto que nos llamaba a la vida, en nuestra Madre, Dios sonrió.

Por todo esto, díganme: ¿quién nos dio más de sí, nuestro padre o nuestra madre? ¿Quién, antes de nacer, nos amó más?

Como Dios inventó la Maternidad, nos enseña que la mayor grandeza de una mujer siempre será en ser Madre. También nos enseña que nadie puede dudar del sagrado recinto donde se opera la maravilla de un ser humano. Y nadie puede imaginar el dolor de una Madre cuando se interrumpe el vínculo indisoluble entre una Madre con su Hijo. Qué espada de dolor atraviesa el alma de una madre sin su hijo y de un hijo sin su Madre.

Por eso, no debemos olvidar, que la más feliz historia jamás contada es la historia de amor que viven para siempre una Madre con su Hijo. Detrás de ellos, siempre estará el Dios Amor que la inventó.