Reflexión

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Redacción: presbítero Armando De León Rodríguez

Queridos hermanos y hermanas:

Hay un nexo evidente entre la primera lectura y el Evangelio de hoy: en ambos casos se trata de multiplicación de panes, de alguien que pone a disposición de todos lo que tiene, aunque sea poco o aparentemente insignificante (cinco panes y dos pescados o veinte panes); y eso poco que aportan se multiplica, no se acaba, no es insuficiente, sino que produce en abundancia para todos y hasta sobra.

Los textos de la Escritura que hemos escuchado nos hacen un fuerte llamado a confiar plenamente en el Señor, poniendo lo poco que tenemos, lo que está a nuestro alcance para que Él lo multiplique. Es un llamado a no quedarnos con los brazos cruzados, a no quedarnos adormecidos, a no permanecer lamentándonos, a no esperar que todo lo haga Dios.

El Evangelio de este domingo nos presenta a un Dios que lo puede todo; pero al que no le agrada solucionar fácilmente un problema en el que los hombres pueden y deben hacer algo. Dios nos enseña, que Él ha querido necesitar de la cooperación de los hombres en su obra salvífica, y en ocasiones nos conduce a ciertos momentos de dificultad para que volvamos a poner la mirada de fe y de confianza solo en Dios, para que volvamos al inicio donde nos encontrábamos y descubramos que todo, absolutamente todo lo que somos y alcanzamos en la vida es un don que Dios ha multiplicado.

El Señor Jesucristo no ha querido ofrecernos el pan sin el esfuerzo. Él no ha querido mostrarnos el rostro de un Dios que mágicamente quiera facilitar o solucionar lo que está en nuestras propias manos. Por ello, al mal tiempo hay que darle buena cara; hay que ocuparnos, más que preocuparnos de lo que sucede; y tener un corazón de guerrero para salir adelante en los momentos de adversidad.

No olvidemos que Dios ha querido tener necesidad de nuestras alforjas, casi vacías, pero dispuestas a cooperar con Él. El Señor quiere necesitar de nuestras leves aportaciones, de esos elementos humanos que complementan su plan de salvación.

Hoy, el Evangelio nos presenta la aportación del hombre, de un joven. Desde lo humano, se trata de algo hasta cierto punto desalentador: solo cinco panes y dos pescados para dar de comer a una multitud. Sin embargo, Dios ha querido que estos sean necesarios; y que sea el joven el que abra nuevas esperanzas ante una situación desalentadora para toda una multitud que tiene hambre. Cada joven es no solo una promesa futura, es una esperanza presente para la sociedad y para cada familia. Cada joven con sus dones y talentos, con su trabajo puede hacer mucho por la sociedad y por su propia familia.

En realidad, Dios se permite tomar algunas cosas de los hombres para recordarnos que todo procede de Él. Dios, en sus milagros de todo tiempo, ha querido necesitar de la aportación del hombre; aunque sea el estirar nuestra mano para tocar la orla de su manto, “si toco la orla de su manto quedaré sano”, el gritar para que me oigan aunque se molesten algunos, “Hijo de David ten compasión de mí”, el lanzar la red aún a pesar del cansancio y la desilusión, “En tu nombre echaré las redes”, el llenar de agua los odres de las purificaciones, el quitar la piedra de un sepulcro en dónde está depositado aquel que ya experimenta el proceso natural de la descomposición; y hoy, el Evangelio nos invita para que pongamos nuestros cinco panes y nuestros dos pescados en las manos de Dios y Él los multiplique.

El Señor nos invita para que colaboremos con su obra. Recordemos que Él nos ha prometido como recompensa de nuestras buenas acciones, aparte de la vida eterna, el ciento por uno. Pero no te olvides que nunca existirá el ciento, si yo no soy capaz de poner el uno que debo aportar.

¿Qué tanto puedo yo aportarle a la obra de Dios? Poco; pero eso poco es necesario.

Resulta necesario, darnos cuenta que la desproporción existente entre lo que el hombre aporta y la grandeza de la obra de Dios se anula cuando lo poco que se tiene, o la nada que se piensa ser y tener, se convierte en el todo que se le entrega a Dios, y que se pone a disposición del hermano que lo necesita.

En realidad, no se trata de otra cosa, sino de esos cinco panes y de esos dos pescados que el hombre debe poner en su profesión, en su trabajo, en la oficina, en la escuela, en su hogar, en su esfuerzo diario, en su dedicación para cada cosa que quiere aprender o que piense adquirir.

Como dice Sören Kierkegaard, al hablar sobre “Los saberes Socráticos”, los cuales se deben enseñar y conjugar en el modo verbal conocido como gerundio: a pensar se aprende pensando, a estudiar se aprende estudiando, a nadar se aprende nadando, a orar se aprende orando, a trabajar se aprende trabajando.

No obstante, es recurrente el que los hombres queramos una multiplicación de panes sin poner panes, queremos una pesca milagrosa sin ir a pescar, queremos la conversión del agua en vino sin llenar de agua los odres.

Algunos jóvenes pretenden pasar un examen de admisión sin ponerse a estudiar una sola hora. ¡Eso no puede ser posible!

Algunos profesionistas desempleados pretenden tener un buen empleo, sin salir a buscarlo y sin enviar currículum a las empresas. Eso no es posible.

Hoy se quiere la multiplicación de panes sin que ponga cada uno de nosotros los dos panes y los cinco pescados que se poseen. Lo anterior es un absurdo, y a Dios nunca le han agradado los absurdos.

Esopo cuenta en una fábula la importancia que tiene nuestro trabajo, nuestro esfuerzo: “Un granjero que estaba a punto de morir y deseaba comunicar a sus hijos un importante secreto, los llamó y les dijo:

“Hijos míos, moriré dentro de poco. Por tanto, sabed que en mi viñedo hay un tesoro oculto. Cavad en la viña y lo encontraréis.

En cuanto el padre murió, los hijos empuñaron el azadón y el rastrillo, y removieron una y otra vez el terreno, en busca del tesoro que supuestamente estaba enterrado allí. Ellos no encontraron nada, pero las viñas, con la tierra removida, produjeron una cosecha como jamás se había visto en aquella comarca”.

La moraleja era fácil de encontrar: “No hay tesoro sin esfuerzo”. Pero, parece que nosotros no lo hemos comprendido.

Dios quiere el bien del hombre, y el hombre debe de ver por su bienestar. Debe poner en las manos de Dios sus panes y sus pescados para que los bendiga y los multiplique en favor de todos los hombres.

Son mis cinco panes y mis dos pescados, los que pueden saciar el hambre de una multitud, volvamos a nuestras labores y presentemos a Dios con fe, en el trabajo de la vida diaria, nuestros cinco panes y nuestros dos pescados, y Dios nos concederá todos los días el milagro de su multiplicación.

Hablando de la multiplicación de panes, el Papa San Juan XXIII dijo en uno de sus discursos: “En el momento actual no nos hace falta pan, sino que aquello que hace falta es la existencia de misericordia en el corazón del hombre. El hombre actual es codicioso y, en un sinfín de momentos, no es capaz de compadecerse del hermano”.

Bastaría que leyéramos el último número del Fortune o del Forbes, para que nos demos cuenta de esa escandalosa desproporción que existe entre la riqueza de pocos y la miseria de muchos. O que observáramos al hijo que ha progresado y no se acuerda de la necesidad de sus padres, hermanos o suegros.

Gracias a Agnes Gonxha Bejaxhui, Yugoeslava de nacimiento, mejor conocida como la Madre Teresa de Calcuta. Calcuta, “la Ciudad de la Pesadilla” como la llamó el mismísimo Nehrú, se convirtió en el sueño más noble y el lugar del amor más desinteresado de esta mujer, de aspecto débil, pero con una increíble fortaleza interior e incansable en la entrega.

Calcuta ha sido santuario de la caridad de la Madre Teresa. Ella significó, en este mundo de mediocridad el mejor ejemplo del amor en activo, ella fue un Evangelio viviente. El año 1979 se le concedió el premio Nobel de la Paz, pero ese año no hubo banquete para entregar el premio a la Madre Teresa, ya que se le entregaron los 30 mil dólares que iba a costar el banquete para que alimentara a 400 seres humanos durante todo un año.

El Evangelio nos invita para que veamos como propio el mundo del otro, nos invita a compadecernos de las necesidades de nuestros familiares y de quienes nos rodean. Es fácil decirle a Dios: ¡Despide a la gente para que vayan a los caseríos y que compren algo de comer!

La compasión tiene su inicio en un corazón que se sensibiliza y que llega a conocer lo que significa “padecer junto con” el hermano. “Duélete con mis dolores, si en verdad, tú me has querido”, canta una vidala argentina.

Termino esta reflexión dominical invitándolos a poner sus cinco panes y sus dos pescados en las manos de Dios, para que los bendiga y multiplique; y así todos salgamos beneficiados. Invito a los jóvenes para que se conviertan no solo en una promesa futura, sino en una esperanza presente para la sociedad y para su propia familia.

Finalmente, hoy los invito a salir de su zona cómoda para ayudar al necesitado, para compadecerse a ejemplo de Jesucristo de quien tiene hambre o pasa necesidad. Así sea.