XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jesús nos invita, a través de este Evangelio, no al inmovilismo y conservadurismo, sino a la transformación profunda y radical personal y de la sociedad. Por ello, dice: He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo. ¿Piensan que he venido al mundo a traer la paz? No, sino la división. Con sus criterios, con su doctrina, con sus enseñanzas, Jesús nos muestra el camino a seguir. No nos resulta fácil ver a Jesús como alguien que trae un fuego destinado a destruir tanta impureza, mentira, violencia e injusticia. Un Espíritu capaz de transformar el mundo, de manera radical, aun a costa de enfrentar y dividir a las personas cuando sus criterios y valores de juicio no son evangélicos. El creyente en Jesús no es una persona fatalista que se resigna ante la situación, buscando, por encima de todo, tranquilidad y falsa paz. No es un inmovilista que justifica el actual orden de cosas, sin trabajar con ánimo creador y solidario por un mundo mejor. Tampoco es un rebelde que, movido por el resentimiento, echa abajo todo para asumir él mismo el lugar de aquellos a los que ha derribado. El que ha entendido a Jesús vive y actúa movido por la pasión y aspiración de colaborar en un cambio total. El verdadero cristiano lleva la revolución en su corazón. Una revolución que no es golpe de estado, un cambio cualquiera de gobierno, una insurrección o relevo político, sino búsqueda de una sociedad más justa. El orden que, con frecuencia, defendemos, es todavía un desorden. Porque no hemos logrado dar de comer a todos los pobres, ni garantizar sus derechos a toda persona, ni siquiera eliminar las guerras o destruir las armas nucleares. Necesitamos una revolución más profunda que las revoluciones económicas. Una revolución que transforme las conciencias de los hombres y de los pueblos. Marcuse escribía que necesitamos un mundo en el que la competencia, la lucha de los individuos unos contra otros, el engaño, la crueldad y la masacre ya no tengan razón de ser. Quien sigue a Jesús, vive buscando ardientemente que el fuego encendido por Él arda cada vez más en este mundo. Pero, antes que nada, se exige a sí mismo una transformación radical. Como diría Mounier: Sólo se pide a los cristianos que sean auténticos. Ésta es verdaderamente la revolución. Tiene razón el norteamericano Marcus Borg cuando afirma que Jesús no fue primariamente maestro de ningún credo verdadero ni de ninguna moral recta. Fue más bien maestro de un estilo de vida, de un camino, en concreto, de un camino de transformación. Las palabras de Jesús recogidas por Lucas nos invitan a reaccionar: He venido a prender fuego en el mundo: y ojalá estuviera ya ardiendo. Este pasaje de la Escritura es una invitación para que no le tengamos miedo a aquello que ha sido llamado la paradoja del cristianismo en la que se nos muestra el fuego y la división como el efecto de la venida de Cristo para cada uno de nosotros, si es que en verdad queremos asumir el mensaje del Evangelio. Escribía el célebre jesuita Theilhard de Chardin: “Llegará el día en que, tras aprovechar el espacio, los vientos, las mareas y la gravitación, aprovecharemos las energías del Amor en beneficio de Dios y en beneficio del hombre. Y ese día, por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego”. La paz cristiana no es la ausencia de conflictos sino la capacidad de solucionarlos. La paz auténtica no puede ser confundida ni con la subterránea paz de los sepulcros, en donde no hay vida y prevalece la muerte, ni con la paz de los subyugados esclavos quienes se auto-engañan al encumbrar la paz de sus cadenas y que han perdido la dimensión de su propia dignidad. La paz no será jamás del que vence sino del que convence. Termino esta reflexión dominical invitándolos a realizar una transformación profunda y radica de la sociedad y de cada uno de nosotros. Luchemos para que el fuego encendido por Jesús arda cada vez más en este mundo y su reino sea una realidad entre nosotros. Así sea.