Tercer Domingo de Cuaresma

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Por. Pbro. Armando de León Rodríguez – Arquidiócesis de Monterrey

En el Evangelio de Lucas leemos la parábola de la Higuera que no da frutos. Este relato, que sólo lo trae San Lucas, alude a unos galileos asesinados por Pilato en el templo. Esta matanza era considerada, según la mentalidad popular, como un castigo por sus pecados. La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas, y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: “¿Piensan que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, se los aseguro; y si no se convierten, todos perecerán del mismo modo” (vv. 2-3). E invita a reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del alma.

En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos. Por ello, Jesús no cuestiona esta creencia, sino que aprovecha la ocasión para insistir en que cada uno reflexione sobre su propia conducta y lo llama al arrepentimiento y a la conversión.

Amados hermanos y hermanas: Esta conversión es urgente porque cada uno es como la higuera a la que se le ofreció la última oportunidad de no ser cortada si daba frutos. El diálogo entre el dueño y el viñador, manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar enseguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos da para superar nuestras flaquezas y corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial. La principal resistencia al cambio es suponer que uno no necesita cambiar. A esto Jesús lo llamó ceguera: no querer ver ni reconocer nuestra necesidad de cambio para salir de la hipocresía y de la autosuficiencia. Por eso, el primer paso para la conversión es darnos cuenta de que necesitamos cambiar. Es reconocer que nunca crecemos lo suficiente, y que el pecado más difícil de vencer es el orgullo espiritual del que dice: yo no necesito cambiar, son los otros los que tienen que cambiar.

La Cuaresma es una oportunidad para volver a ser cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de avance en el conocimiento y en el amor de Cristo.

Cristo invita a responder al mal ante todo con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. En definitiva: la conversión vence al mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre pueda evitar sus consecuencias.

Busquemos hoy, cuál es este cambio a que Dios nos llama a cada uno de nosotros. En qué aspectos tenemos que crecer como personas, como miembros de una familia y de una sociedad. Preguntémonos en qué aspectos nos cuesta más cambiar y por qué nos resistimos al cambio. Finalmente los invito a pedirle a María, nuestra madre, que nos ayude a ser firmes en nuestra decisión de cambiar en nosotros, aquellas cosas que necesitan ser cambiadas, y que no desaprovechemos este tiempo de Cuaresma para hacerlo. Así sea.