A Dalí le sobran motivos para pintar y se llena de una increíble imaginación para lograr transmitir mensajes claros, evidentes, pero a vez contradictorios y fantásticos en sus obras. Una de ellas, por cierto, un tanto criticada es esta pintura que cautiva a todos por los bastos simbolismos que contiene.

La Madonna es una experiencia fascinante de elocuencia en la pintura y constituye tantos mensajes como expresiones puede tener una madre, y si bien es cierto que los afectos del corazón de una madre son infinitos, también es cierto que es la alegoría que más sencillo se pinta, porque es la que no necesita explicarse, la que tiene en sí un profundo afecto y mensaje. Es esta inspiración de la Madre de Dios la que llena esta figura de una cercana y enternecedora figura.

En 1948, Dalí regresó a España y se instaló en Port Lligat, después de vivir en los Estados Unidos con Gala, su esposa y musa inspiradora. En este momento, se produjo una vuelta al clasicismo. Él mismo se declaró profundamente católico y pintó obras religiosas tomando temas de la cristiandad. La obra está inspirada en los cuadros de altar renacentistas, sobre todo en la conocida Pala de Brera. El cuadro presenta muchas de las características ya presentes en Leda atómica y en la Separación del átomo. Este cuadro es la primera expresión del intento del artista de vincular los descubrimientos de la física nuclear a la temática religiosa y anuncia su nuevo estilo llamado “misticismo nuclear”.

Un nombre quizá poco apropiado desde mi gusto, pero que contiene una profunda conversión y un sentido específico en cuanto a la apreciación de las obras cristianas. Quiero antes de terminar detenerme en un detalle, pues esta obra podría contener un libro entero de explicaciones, lo que más aprecio del cuadro es el vientre de La Madonna, un vientre vacío, cierto, pero que ha quedado así, preparando la llegada del Salvador en ella, La Madonna de Port Lligart.

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