A Velázquez como a muchos autores le ocurrió un tiempo de cierta preparación, el florecimiento escondido antes de salir a la luz pública, aunque cada uno de manera diferente. En su estancia en Sevilla, casi al final, realizó esta interpretación de humanidad y naturalidad fantástica. Presentó un aguador, oficio muy común en su tiempo por el calor en Sevilla.
La interpretación del cuadro parece sencilla, Velázquez insiste en el dibujo, la luz dirigida creadora del fuerte modelado y los aspectos táctiles de los objetos con mayor meticulosidad que en otras obras tempranas, pero además recalca esa tangibilidad con la rotura del marco, privando al cántaro en primer término de asiento, pues éste queda más allá del espacio comprendido en la tela y situado en el espacio del espectador, hacia el que se proyecta la mano del anciano.
El aguador es, pese a su aparente naturalidad, el resultado final de un meticuloso estudio del dibujo y de las posibilidades de la pintura para recrear el natural por procedimientos exclusivamente pictóricos. Velázquez pone el mismo interés en representar los diversos tipos humanos —por la contraposición de edades— y la expresión de sus emociones, como en analizar las calidades táctiles de los objetos, respondiendo a un interés científico por los efectos de la visión en los que la luz controlada desempeña un papel fundamental por la forma diversa de verse reflejada en los diferentes objetos.
Esta obra contiene un mensaje que me parece fabuloso; cuenta una anécdota que al llegar a Sevilla uno de los mejores trabajos para quien no podía adquirir un sello de oficio o un permiso para ejercer algún trabajo, podían dedicarse con un cántaro y cristalería a ser aguadores. Este oficio sencillo contenía la grandeza de la necesidad humana, pues aunque no lo creemos como tal, necesitamos de los otros, de nuestros hermanos, de nuestra sociedad para sobrevivir, para obtener mínimo el líquido vital. Esta es la humanidad débil y atenta al servicio, en el aguador de Sevilla.
