Así podría definirse la relación entre la religión y la civilización.

Según el sociólogo Andrea M. Maccarini, la modernidad ha entendido el proceso de civilización esencialmente como un proceso de racionalización, individualización y democratización.

Tomando en cuenta estos vectores se puede traer como corolario cuál es la relación que el proceso de civilización guarda respecto a la religión: la religión resulta ser un obstáculo al libre ejercicio de la racionalidad; impide a los individuos elegir libremente el propio estilo de vida; y vincula el pleno despliegue de la democracia.

La clave para comprender esta relación está en el concepto de autoridad. Ser civilizado, para la modernidad, significa desvincular el orden de la esfera pública (el Estado, el mercado, la ciencia, el derecho, etcétera) y de la esfera privada, de cualquier instancia superior que pueda decidir o juzgar por los demás (o afirmar principios en base a los cuales se deba juzgar o decidir) con autoridad.

Para la modernidad, si acaso existe algún sentido de la vida y de la sociedad, es resultado del mismo proceso de modernización. El sentido de la modernidad es ser cada vez más racionales, individuales y democráticos. Cualquier idea de un sentido “superior”, aunque no puede ser eliminada, es relegada al mero ámbito privado. Quien crea en verdades absolutas es antropológica y políticamente incompatible con la sociedad moderna.

Sin embargo, la desilusión ante las promesas no cumplidas de la modernidad, han dado paso, en la posmodernidad, a una nueva relación entre la civilización y la religión: la civilización como neutralización terminó; la civilización como afirmación de ideales y de identidades determinadas es cada vez más conflictiva; de este modo la religión aparece necesaria, al menos en tres dimensiones:

a) En el proceso de civilización la religión es necesaria para elaborar la propia tradición en modo de proporcionar una raíz simbólica y un fundamento sólido, positivo y no basado en la indiferencia, a través de perspectivas abiertas y dialógicas.

b) La religión ofrece a las formas de asociar, lo privado y lo social, un ambiente simbólico fecundo, capaz de orientarlas en las acciones colectivas y en las propias relaciones con los subsistemas funcionales de la sociedad.

c) La religión, elaborando la propia identidad a través de la distinción límite – no límite, proporciona orientaciones y motivaciones con las que las esferas civiles pueden autolimitarse sin bloquear su propio desarrollo y relacionarse de modo pacífico a la vez que permanecen internamente integradas.

Dicho lo anterior se podría concluir que, difícilmente una sociedad a-religiosa podrá ofrecer los elementos necesarios para sostener una semántica civil adecuada a la complejidad de la estructura social actual.

El reto para la Iglesia será asumir la oportunidad que el proceso de civilización posmoderno ofrece para mostrar, una vez más, la grandeza de la fe en las acciones concretas que promueven la reestructuración del tejido social.

Añadido:

Tal vez por lo anteriormente teorizado es que nos encontremos, aunque con extrañeza, ante una figura presidencial que se hinca “donde el pueblo se hinque,” dejando de lado el afán por neutralizar la religión, que promueve una constitución moral, que pronuncia discursos y responde a interrogantes valiéndose del universo simbólico trascendental propio de la religión.