En el tiempo litúrgico de la Cuaresma, la Iglesia promueve el ayuno, la oración y la caridad, como una forma de prepararse física y espiritualmente a la celebración del misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Salvador.

Con esta motivación, son muchos los fieles que hacen su “propósito de Cuaresma”: algunos participando todos los días en la Eucaristía o en los diversos actos litúrgicos; otros ofreciendo la realización de obras de misericordia; y algunos más, realizando ayunos o privaciones de alimentos, bebidas, cigarro, etcétera.

Dicen los psicólogos que un hábito se logra afianzar en la persona si realiza la misma acción con regularidad durante 22 días, lo mejor de esto es que la Cuaresma dura cuarenta días, razón por la cual se esperaría que el buen hábito perdurara más allá de este tiempo litúrgico; sin embargo constatamos que generalmente las cosas no son así. Apenas termina la Cuaresma y los buenos hábitos se van por la borda. ¿A qué se debe esta situación?

Me parece que no hemos valorado el tiempo de Cuaresma como parte del proceso de conversión personal. Pareciera que existe una cierta presión social que nos mueve a tener, al menos un propósito pequeño, porque si me preguntan cuál es mi propósito de Cuaresma, ¿que voy a decir?

Lo cierto es que el esfuerzo es válido y por esa razón debe estar integrado en el proceso de conversión personal, de modo que, con un poco de imaginación: ¿cuántas virtudes tendríamos ya como valores asumidos en la propia vida si solo trabajáramos en una de ellas al año?, ¿cuántos defectos habríamos superado si tan solo lucháramos contra uno de ellos al año?

El tiempo santo de la Cuaresma es pues un tiempo privilegiado de Gracia Santificante, en la que, por fortuna, todavía nuestra sociedad guarda algo de respeto y recato: no hay tantas “fiestas,” por no decir desenfrenos, muchos expendedores de comida ayudan a respetar el ayuno y la abstinencia, las familias se esmeran dando seriedad a las prácticas de piedad, la oración y el ayuno, las parroquias insisten en la sobriedad y la mesura de los ritos, el canto y el adorno de los templos, etcétera.

Es pues una buena oportunidad que no hemos de dejar pasar y que debemos vivir, no como una obligación a la que hay que regatear, sino con un verdadero espíritu de conversión, como una oportunidad para reorientar la propia vida hacia el bien y la santificación.